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Full text of "Javier De Viana 1920 Paisanas"

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JAVIER DE VIANA 



EDITOR 

CLAUDIO GARCIA 
SARA. N OÍ, 441 


1^20 


EDICIONES DE LA BOLSA DE LOS LIBROS 

La. suba constante del papel, y el encarecimiento de h 
mano de obra, ha obligado a esta casa al aumento transí- 
tono de los precios, en las obras en impresión; aumento limi- 
tado a lo estrictamente indispensable para poder seguir 
usando la misma clase do papel y nítida impresión que 
caracterizan a estas ediciones. 

A lm afuerte (Pedro B. Palacios) — « Poesías », con luí es- 
tudio de Alberto Lasplaces » q 35 

* «Nuevas Poesías» y « Evangélicas », con un 

estudio de Alfredo L. Palacios » 0.40 

>> «Ll niño», conferencia sobre enseñanza un folleto » 0.10 
Acosta y Lara (Federico F.) Lecciones de 

Dereho Constitucional e Instrucción Cívica. » 1 . 00 
» Comentario a la Constitución Uruguaya do 1018 » 0.30 

» Filosofía del Derecho . — 2 tomos >> 1.00 

Ara ojo Villa cuan Horacio O. — Primeros Fiemen- 
tos de Botánica, obra escrita con arreglo a los pro- 
gramas escolares en vigencia, 1 tomo con grabados » 0.40 

A nonio Adolfo— L a fragua, Apuntes sobre la Guerra 

Furppea » 0 .40 

» 1' uerza y derecho aspectos morales de la Gue- 
rra Europea » 0 . 50 

» La Sombra de Fiu-opa, nuevos conceptos de la 

ninraI * 1.00 

Barret Rafael — «D iálogos, conversaciones y otros 

escritos».. » 0.35 

Oixr-AN tío-ifí Pedro — « D oñarramona » Cuentos na- 
cionales.. » 0.40 

»> '¡Dios te salve I...» Comedia en 3 actos. » 0.5o 

Bkuquer Gustavo A. — «Rimas» con una nota preli- 
minar ue L. Lasso de la Vega y un poema de Gar- 
cía del Busto 1 torno » q.30 

< ai \í:a’> ui.t Lemos Enrique — L as Fuerzas Eternas 
(Verso)..; » 0.50 


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OBRAS DE JAVIER DE VIANA 


GAUCHA (novola) 

YUYOS (cuentos camperos) 

MAC ACHINES (cuentos breves) 

CARDOS (cuentos tlel campo) 

ABROJOS (escenas del campo) 

SOBRE EL RECADO (cuentos del 

campo) 

CON DIVISA BLANCA 

RANCHOS (costumbres del campo) . . . 

LEÑA SECA (4.a edición) 

PAISANAS 

Nuevas obras a editarse por esta 


POTROS, TO 
GURI y otras 


» 0.50 

» 0.50 

» 0.50 

» 0.50 

» 0.50 

» 0.40 

» 0.50 

» 0.50 

» 0.50 


Vjr JA/X v 

tardes de 

CAMPO (3.a < 
LA BIBLIA i 



LA REVANCHA 


Pedro Pancho, ante la prueba abrumadora de 
sa delito, comprendió que era inútil la defensa. 

Por eso se concretó a decirle a Secundina: 

— Lindo pial. Pero no olvides que una refalada 
no es caída, y que de la cárcel se sale. Prepárate 
para la revancha. 

— En todo caso siempre habrá lugar pa la güeña, 
— respondió taimadamente el capataz; — empar- 

dar no es matar. 

— -Dejuro, correremos la güeña, que a mí nunca 
nie gustaron las empatadas... ¡y es difícil que no 
la gane !... 

— ¡Claro ! Como la cana v’a ser larga, tenés 
tiempo pa estudiar el naipe y marcarlo. 

— Descuidá: algunas cartas ya las tengo mar 
cadas — respondió Pedro Pancho con extraña en- 
tonación que dejó pensativo a su rival. 

Los peones comentaban el suceso. 

— Estoy seguro que Pedro Pancho es inocente 
* — observó uno. 

— Y yo lo mismo — confirmó otro. — La contra 
señalada de los borregos la hizo el mesmo capataz 
pa fundirlo al otro, a quien le tiene miedo. 

— Ya dije yo — filosofó Dionisio — que Se- 

cundino és como cuscuta en alfalfar y que lia’e 


6 


Javier de Viana 


concluir con todos nosotros. Por lo pronto se va 
formando cercao. Ya despidió a Pantaleón y a Li- 
sandro pa remplazados por dos papanatas que son 
mancarrones de su marca. Cualesquier día nos to- 
ca a nosotros salir cantando bajito. 

Transcurrió el tiempo. 

Las predicciones de Dionisio se cumplieron en 
breve plazo. Uno con un pretexto, otro por otro 
todos los antiguos peones fueron eliminados y 
substituidos por personas que — debiéndole el con- 
chabo — obedecían ciegamente a Secundino. 

Rápidamente adquirió una autoridad despó- 
tico en la administración de la estancia. Don Eu- 
lalio intentó varias veces revelarse contra aquella 
absorción de facultades de su subordinado. 

Cedió siempre, sin embargo, bajo la presión 
de Eufrasia, decidida protectora del capataz. 

— ¿Cómo andarían nuestros intereses — decía, 
— si vos, viejo y achacoso, no tuvieses a tu lao un 
hombre como Secundino, activo, trabajador y 
honrao a carta cabal?... 

Pasó más tiempo. 

En la obscura noche de un sábado invernal, 
llegó a la estancia un viajero, emponchado, arre- 
bozado, caída sobre la cara el ala del chambergo. 

En las casas estaban solos don Eulalio y un mu- 
chacho sirviente. La señora, el capataz y los peo- 
nes habían ido a un gran baile que se celebraba 
en la pulpería, a tres leguas de allí. 

— Apeesó — dijo el estanciero. 

— Por poco tiempo. Vengo, patrón a cumplir 
con usté, siempre gtieno conmigo, un deber sa- 
grado, y... a satisfacer una venganza !... 


Paisanas 


/ 



8in más decir Pedro Pancho volvió a montar 
i y dando riendas exclamó: 

— Tengo que dirme antes que me vea la luz 
, del día porque aunque inocente pa las gentes, 

L del pago soy un ladrón. Sólo le pido don Eula- 

r lio que le diga a Secundino que l’he gana o la re- 

vancha y que lo espero para la güeña !... 


«asa mmm ana 



— 



¡SÁLVATE JUAN! 


Sentado al borde de la hamaca, las piernas 
colgantes, la cabeza inclinada sobre el pecho, Juan 
^laidana se había olvidado de todo el medio ma- 
terial: del río que silenciosamente se deslizaba ba- 
jo sus pies, del bosque que empezaba a ensombre- 
cerse, de la boya roja de la línea de pescar, llevada 
y traída por un cardumen de mojarras curiosas; 
del perro lobuno, que echado al lado suyo, aburrido, 
enviaba codiciosas miradas al corazón de buey, 
por el mozo llevado para carnada y que sólo apro- 
vechaban las moscas. 

Y quien sabe cuanto tiempo habría permaneci- 
do así Juan Maidana, si de pronto no se le hubiese 
presentado Alberto Medina. 

— ¿Qué haces abombao? — díjole cariñosamente. 

* — Estoy pescando, — respondió el mozo, un tan- 
to avergonzado al ser sorprendido en aquel estado 
de embebecimiento. 

— ¿Pescando?... ¿Lo cuál?... ¡Cómo si han de rair de 
vos los pescaos !... 

¿Y por qué si han de rair? 

Porque si mi hace que vos pescás con anzue- 
1° © pulpa... ¿No trujistes caña? 

Ahí, junto al sauce está la botella... 


10 


Javier de Viana 


Anacleto se inclinó, tomó la botella, la miró 
al trasluz y exclamó: 

— ¡Cuasi llena !... ¿Asina querós pescar con ca- 
ña...? — Bebió e interrogó con ironía: — ¿Sábés por 
qué no sacás vos ningún pescao? 

— ¿Por qué? 

— Porque tenés miedo. 

— ¿Miedo?... 

— Si... Miedo de que al ver que te sumen la bo- 
ya salga ensartao un cangrejo o una 

tortuga... ¡En tuito sos lo mesmo vos !... De tanto 
buscarle juego a la taba, cuando vas a largarla 
tenés los dedos acalambraos y se te clava un... 
Cuando tenés una carrera en fija, cansás el caba- 
llo en partidas, buscando ventajas y te la llevan 
de arriba... 

— P’ andar ligero hay que andar despacio. 

— Sí... Y acompañao con ese estilo, acontece 
que en mientras uno riflexiona al lao del agua 
cuando y por ande ha e bandiar el arroyo con me- 
nos peligro, el arroyo sube, se enllena, se despa- 
rrama... y uno se áoga en el bañao como los ape- 
nases... 

— Cuestión de genio... 

— Dejuro... Genio y figura hasta la sepoltura... 
Vos vas a morir augau entre las pajas como los 
aperiases cuando el bañao s’enllena... 

— ¡Avisá si sos lechuza! — replicó Juan amosta- 
zado. 

Y el otro. 

— No; soy amigo;... pero asina como hay cris- 
tianos a quienes no les dentra bala, hay otros a 
quienes no les dentra albertencias... ¿Te quedas? 
—Sí. 



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Paisanas 


11 


Hacés bien... pueda que a juerza ’e pa- 
sencia saqués la madre e’l agua!... 


Las sombras avanzaban rápidamente; el monte 
se llenaba de humo. El perro se había levantado 
y luego de olfatear con gula el corazón de buey, 
dió unas vueltas inquieto, reprochando el retardo... 

^ a medida que iba acenizándose el bosque, 
se argentaba la laguna, brillando como un espejo 
etrusco, en el cual se reflejaban los camalotes y 
°s sauces de la ribera... 

Como buen muchacho, era muy buen muchacho, 
Uan Maidana. Era feo. Petizo, retacón, la cabe- 
ra cuadrada, la cara ancha y corta, pequeños los 
°Jos, roma la nariz, gruesos los labios, ralo y rí- 
3 gido el bigote... Perro ñato, Bichito e la humedad, 

i Nutria, Lobo’e río, Bagre sapo... y veinte apodos 

mas le habían puesto; y todos le iban bien. 

Lra muy bueno y no era tonto; pero era descon- 
iado, receloso, arisco. Siempre sospechaba que 
° engañasen, y en todas las oportunidades de la 
v ula quedábase estudiando el pro y el contra 
Con lentitud y proligidad tal, que, cuando se re- 
s s °lvía, ya no era caso... Era lerdo, y siendo lerdo, 

tenía por destino recibir espuela y no merecer 
agradecimiento, aún cuando llegase al punto de 
destino primero que el pingo escarceador y volun- 
tarioso que se derretía en sudor a lo largo del 
j. camino. 

a 

3? Hacía tres meses que estaba comprometido en 

orotea, «la peona» de la estancia, la ñata Doro- 


12 


Javier de Viana 


tea, que con su cuerpo de gata, fino, airoso, y fle- 
xible, traía trastornado al pago. 

El pensaba, recordando su talle gracioso: 

— ¡Hay muchos que lo han estrechao !... 

El pensaba, recordando sus manos gorditas y 
lindas: 

— ¡Hay muchos que las han tenido entre las su- 
yas !... 

El pensaba, recordando sus labios carnosos, jar- 
dín de besos: 

— ¡Muchos han besado esos labios !... 

Y él la quería, la quería, la quería con pasión 
exclusiva... Nada le importaba que otros, antes 
que él, hubiesen recibido la caricia de su mirada 
de terciopelo, el calor de su cuerpo, el fuego de sus 
labios... ¡Ah! ¿Pero después?... Después todo eso 
sería suyo, exclusivamente suyo. ¿Y quién le ga- 
rantizaba la inviolabilidad de bien tan grande?... 
¿Cómo acostarse a dormir tranquilo, pensando 
en la posibilidad de un audaz que, al amparo de 
la sombra nocturna, cortara el alambrado y cruza- 
se su propiedad?... 

Y una voz sin sonido decíale al gauchito: « SáL 
vate, Juan !... Tú quieres tener todo, y ni Dios, con 
ser Dios, ha podido tener todo: Luzbel le ha qui- 
tado los cuatro quintos de las almas humanas... 
¡Sálvate, Juan !... Corazón de mujer, es como 
alcachofa: lo recojes lindo a la mañana, y a la 
noche se te vuela a todos vientos y te quedas con 
un palito seco y un montón de espinas en la ma- 
no !... ¡Sálvate, Juan!... 

Juan cerró los ojos y comenzó a ver. ¡Qué lin- 
da era ella !... Un cuerpo más apetitoso que una 
picana con cuero bien asado. Una mirada más 


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Paisanas 


13 


embriagadora que el vino. Unos labios más inci- 
tantes que el peligro... 

Y todo aquello podía ser suyo. Sí, suyo; cuidada 
a galpón sin un instante de descuido: ¡era mucha 
fnujer para un hombre solo !... 

Juan Maidana reflexionó, calculó, se inclinó 
cada vez más al borde de la laguna; se inclinó, se 
inclinó y oyendo una voz sin sonido que le decía: 
¡Sálvate, Juan!... 

...se dejó caer. 

Burbujó el agua, ladró asustado el perro, lo 
tapó todo la noche, y una paloma reci,ón caída al 
nido, pareció decir: 

«¡Te salvaste, Juan!...» 





LA PEONA 


ra un 25 de Mayo la cosecha había sido buena 
autoridades no habían cometido muchas 
aridades y el resplandor de la gloria patria coin- 
Clc la con el de un sol glorioso. 

La calle principal estaba radiosa, festonada con 
ai eos de madera y alambre, pintados de blanco 
y azul y adornados con gallardetes y guirnaldas 
egidas con ramas de sauce y hojas de palma. 

La municipalidad, deseosa de desmentir con 
echos la afirmación calumniosa del periódico 
oposicionista de que no hacía nada en pro de la 
eornuna, organizó, mediante una suscripción po- 
pular, los festejos, que consistirían en corrida de 
sortijas, fuegos artificiales y baile en el salón 
e la intendencia con entrada libre para todos 
°s mozos que contribuyeran con diez pesos para el 
ambigú, fueran o no situacionistas. 

Sobre la acera frente a la municipalidad se lis- 
ia construido una gradería, desde donde las más 
istinguidas familias del pueblo, contenplarían 
as carreras de sortijas en la tarde y la quema de 
os fuegos en la noche. 

Entre esas familias privilegiadas, hallábase, en 
Primera fila, la de don Cayetano Gambibella, ex 
°no y en la actualidad dueño de treinta mil hec- 
aieas de campo, dos almacenes y otros Ítems. 




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16 


Javter de Viana 


Don Cayetano estaba, ese día, con su esposa, 
con sus seis hijas y con la sirvienta Balbina, quien 
tuvo la ligada porque el niño Genaro, el Benja- 
mín, no quería ir a ninguna parte sin Balbina. 

Balbina era una china vejancona, que debía 
estar ensillando los cuarenta. 

El cuerpo era recio todavía; ñandubayescas las 
piernas y los muslos y los brazos; pero ya floja 
de senos, ajado el rostro, descoloridos los labios, 
que debieron ser brasas, y amortiguado el brillo 
cálido de sus enormes ojos negros, guardados por 
la espesa cerca de las cejas y por la doble 
hilera de largas y renegridas pestañas. 

Sin embargo, con su pollera y su bata de merino 
negro, muy ajustadas, con su delantal blanco y 
con su casco de cabellos retintos, que hacía resal- 
tar la frente estrecha y recta, Balbina aparecía 
aún como una moza garrida, capaz aún de desper- 
tar codicias. Bajo el ardor del sol comenzó el 
sport gaucho. Los mozos del pueblo, vistiendo 
chiripás bordados, calzoncillos cribados, grandes 
y llamativas golillas, botas de potro y espuelas 
de plata, — caricaturas gauchescas, — se apresta- 
ban, — caballeros en lustrosos pingos cuidados a 
galpón, y lujosamente aperados, — a hacer proe- 
zas para deslumbrar a las muchachas que los 
observaban desde la gradería oficial — «fragante 
y policramado búcaro » — según la frase del cro- 
nista social de la localidad. 

Formando contraste en el grupo lucido de los 
disputadores del anillo glorioso, veíase un gauchi- 
to — sancho de verdad — modestamente vestido 
con bombaclía negra, botas de becerro y espue- 
las de acero. 


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Paisanas 


17 


Montaba un rosillo, bien cuidado, pgro « animal 
de campo ». 

-kd apero era sencillo: « pura guasca ». 

A pesar de eso, Apolinario Fagundez, el gauchito 
Modesto, atraía todas las miradas femeninas. 
^ ra un lindo tipo de criollo, alto, esbelto, de rostro 
hermoso y varonil. Pertenecía a una de las mejores 
Emilias de la comarca, arruinada en las luchas 
Políticas de la provincia. Siendo muy joven que- 
dó huérfano y en la indigencia. Muy muchacho 
entró de peón de los Gambibella, y después de un 
Gempo se permitió cortejar a Jerónima, la mayor 
de las hijas del patrón. Ante su proposición, ella 
anzó una carcajada y llamó: 

¡Mamá !, ¡mamá !... Venga de aquí para ver 
al «pión» Apolinario que me hace l’amor !... 

^ riendo, con risa despreciativa, y mala; se ale- 

dejando al gauchito enrojecido por la ofensa. 
A la hora de la cena se le llamó en vano; había de- 
sparecido. Don Cayetano cortó todo comentario, 
diciendo: 

~~ No se aflican. Lo gaucho son come lo perro; 
siempre encuentran que cumer !... 

-A ademá, — agregó la señora, — sa pasan tre 
día sin cumer, propiamente que lo peros... 

-¡Eh ! Lus aracanes no precisan mucha cumida. 
tanto Apolinario estaba sentado sobre las 
raíces de un ombú, detrás del gallinero, fumando 
c igarrillo tras cigarrillo y entregado a amargas 
rfteditaciones. No sufría por el rechazo de « la grin- 
ga», para quien no sentía mayor cariño, pero sí 


2 


18 


Javier de Viana 


por la insolencia del rechazo, que hirió cruelmente 
su orgullo de nativo. 

Luchaba entre el propósito de irse de aquella 
casa y el deseo de vengar la ofensa; y abstraído en 
sus cavilosidades, sólo advirtió la presencia de 
Balbina. la piona, cuando ésta le dijo con voz 
emocionada: 

— Tome. 

— ¿Qu es eso 

— Un pedazo de asao. 

— Gracias, no apetesco — dijo. 

— Yo mesma le elegí la mejor presa... 

Apolinario aceptó. Cortó un bocado que mascó 
con dificultad, y luego preguntó: 

¿Y por quó se ha molestao 

— Porque... porque... 

Y como él insistiera, ella rompió a llorar y dijo 
con rabia: 

— ¡Por que lo quiero yo !... 

Al otro día, Apolinario abandonó la estancia. 

Desapareció del pago. En muchos años, nadie 
tuvo noticias suyas, Cuando volvió fue para com- 
prar uno de los mejores campos del departamento 
y poblarlo de hacienda flor. Era rico y nadie se 
preocupó de averiguar cómo había conquistado 
la fortuna. 


La murga municipal rompió en una marcha tan 
briosa como desafinada, y con ella dió comienzo 
la carrera. t 

Escaramucearon los gauchos puebleros, fueron 
desfilando en rápida carrera sin anilla. Llególe 




Paisanas 


z: 


e l turno a Apolinario. « Armó » éste su rosillito 
Peludo, que al sentir el roce de la espuela, partió 
eomo jinete en nube de polvo. A pocos pasos más 
a llá del arco, el gauchito lo sentó de garrones; y 
cuando la muchedumbre lo vió regresar al tranco, 
y advirtió que Apolinario llevaba el brazo derecho 
levantado, sosteniendo el palillo con la sortija 
conquistada, la ovación fue estruendosa. 

Apolinario avanzó lentamente hasta el palco 
oficial. Al llegar allí, desmontó y puso la sortija 
en manos del presidente, quien le entregó el estu- 
che con el anillo de oro y brillantes que constituía 
e l primer premio. 

Hubo unos minutos de silencio absoluto. ¿A 
quién destinaría la prenda, vale decir, a quién ofre- 
cería su corazón ... 

Con paso firme, el gaucho se dirigió al sitio ocu- 
pado por la familia Gambibella. A pesar de su 
a plomo, Jerónima empalideció de emoción. Hacía 
tlem Po que había dejado de ser una niña, y, a pe- 
sar de su fortuna, ya no estaba en edad de elegir: 
Hl «pión» cruelmente desdeñado, la amaba aún. 
y ya no era «peón» y seguía siendo un gallardo 

Mancebo. 

Apolinario se detuvo junto a la familia de su 
antiguo patrón, y encarándose con Balbina le ten- 
di ó el estuche, diciéndole: — ante la indignada sor- 
presa de las Gambibella: 

• — Tomá. 

— ¿Pa mí — exclamó ella, empurpurada y sin 
atreverse a tomar el obsequio. 

* — Pa vos — repitió el gaucho; — y mirando fi- 
amente a Jerónima, agregó: 


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20 


Javier de Vi ana 


— Pa voz; un^pion no se debe casar sino con una 
piona. El pedazo de asao que me trajistes aquella 
noche que’Jme llamaron perro, se convirtió en un 
rodeo de muchos miles de vacas. El cariño que me 
demos trastes esa noche, lo puse a interes y aura 
es una fortuna. Tuito es tuyo., o tuito es nuestro, 
porque yo digo como vos dijistes aquella noche: 
— «¡Por qué te quiero, yo!»... 


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a 


EL MAS FUERTE 


A las dos de la tarde, soportando con estoicis- 
mo e i quemante sol de noviembre, don Evaristo 
Villar avanzaba animosamente en él aporcado 
de su gran tablón de papas. 

No descansaba en el manejo de la azada, sino, 
de rato en rato, para beber el mate que le traía 
su hija Luz. 

En uno de sus «viajes», la niña, compadecida, 
viendo a su viejo padre bañado en sudor, rogó: 

— ¿Por qué no deja un rato, tata, y espera que 
baje un poco el sol? 

— Porque no se puede, hija mía;— respondió 
con bondad cariñosa el anciano; — si no me apre- 
suro en el trabajo, corro el riesgo de perder la co- 
secha... ¡Y nosotros ya no podemos exponernos a 
Perder nada !... 

Don Evaristo era un hombre de más de sesenta 
años. Era pequeño, flaco, pero huesudo, con una 
amplia caja torácica. De color cetrico, de nariz 
aguileña, de ojos obscuros, de pómulos salientes, 
de mentón ancho, grueso y prolongado, su rostro 
expresaba una mezcla, poco común, de bondad y 
de energía. 

No había aún cumplido diez años cuando aban- 
donó su asoleada tierra de Castilla para venir a 


22 


Javier de Viana 


América con la eterna ensoñación del vellocino de 
oro. 

Empezó su carrera como dependiente ínfimo en 
un ínfimo boliche de campaña. Enérgico, sobrio 
fué ascendiendo y prosperando, de etapa en eta- 
pa, crecía. Llegó a ser dueño de un almacén im- 
portante y del campito en que estaba ubicado. 

Se casó, ya en edad madura, y tuvo una hija, 
Luz que resultó tan buena y cariñosa como doña 
Emilia, su madre, y don Evaristo vivía conten- 
tísimo, feliz cuando un hombre puedo serlo. 

Pero ocurrió que un año desastroso para la ga- 
nadería y la agricultura, echó abajo, de golpe, 
como un soplido de huracán, todos los esfuerzos acu- 
mulados por aquel honesto luchador. 

Frente al derrumbe, su voluntad y su hombría 
de bien, no flaquearon un momento. Renuncian- 
do a expedientes que le propusieron profesionales 
de la chicana y de'la embrolla, pagó integramente 
a sus acreedores. 

Quedóle como saldo una pequeña chacra, y en 
ella se refugió con su familia poniéndose a culti- 
var la tierra con la misma fe, con la misma perse- 
verancia, con la misma honradez que había emplea- 
do en edificar su fortuna. 

— Hay dos cosas que uno no debe perder nunca, 
— decía; — la honestidad y el amor al trabajo. 
La primera nos asegura la tranquilidad moral, 
indispensable para que el trabajo sea fecundo y 
soportado con placer. 

Y cuando don Evaristo estaba aporcando sus 
papas, cerca del alambrado que delimitaba el ca- 
mino real, se aproximó un joven jinete, que salu- 
dando con respecto preguntó: 


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Paisanas 


23 


— ¿No precisa usté un pión? 

— ¿Para qué? — interrogó a su vez el chacarero. 

— Pa todo servicio... Ando sin trabajo... no sé 
robar ni pedir limosna... 

Don Evaristo lo observó al forastero. Era él un 
lindo tipo de criollo, de fisonomía enérgica y no- 
ble. 

— Yo necesitaría un peón — dijo — para el tra- 
bajo de la chacra; pero puedo pagar muy poco 
no ha de convenirle. 

— Por ahora cualquier cosa me conviene. 

— Pablo Páez entró desde ese día en la casa. 

Fue un peón modelo. Poquito a poco don Eva- 
risto llegó a conocer toda su historia. Procedía 
de una provincia lejana. Una vez, en una reunión, 
de pulpería, pelió y mató ai guapo del pago. Des- 
pués pelió y mató a otros, adquiriendo una fama 
de guapo que intimidó hasta las policías. 

Luz era joven, era linda, era inocente... 

Pablo Páez era joven, era fuerte, era un lindo 
mancebo. 

Se amaron. 

Una madrugada, muy de madrugada, Pablo 
estaba ensillando su caballo, cuando inesperada- 
mente se le presentó don Evaristo. 

— ¿Dónde vas? — preguntó. 

— A la pulpería... 

— ¡Mientes ! Te vas a escondidas, como ladrón 
que eres !... Lo sé todo. Abusando de mi bondad, 
de mi confianza, de la hospitalidad amplia y ge- 
nerosa que te di en mi casa, has seducido a mi po- 
pobre hija y ahora intentas huir cobardemente ! 


24 


Javier de Viana 


!Pero te equivocas !... ¡Veo que no eres nada más 
que un gaucho asesino, explotador de mi buena fe, 
que creyendo tus mentiras te he amparado en mi 
casa !... 

Irguióse el gaucho ante el insulto; desenvainó 
la daga, echó a un lado la balda del poncho dejan- 
do descubierto el mango del revólver y respon- 
dió con soberbia: 

— ¡A tuitos los que me han insultao los he con- 
vertido en dijuntos !... 

Sin intimidarse, el viejo respondió levantando el 
puño: 

— ¡Vení a mí, canalla !... Porque calculo que ade- 
más de asesino eres maula... ¡Atropellá !... Yo no 
tengo armas, con los puños me voy a defender !... 

Pablo Páez, el mozo fornido y provisto de una 
daga y de un revólver, consideró a aquel viejo 
débil e inerme que lo provocaba con semejante 
arrogancia. Y él, que no había temblado nunca 
delante de ningún enemigo, tuvo miedo. 

La daga se escapó de sus manos y con voz su- 
misa dijo:, 

— ¿Me deja casarme con Luz?... 


LA BONDAD DEL CORONEL 


Después de una marcha ininterrumpida de 
catorce horas, la división había hecho alto, al 
caer la noche, en la margen izquierda del Espi : 
nillo, un arroyuelo que defendía sus aguas fan- 
gosas estancadas con un espeso velo de cara- 
guatas y sandíes. 

La división se componía de unos ochocientos 
caballos y de cerca de doscientos hombres. Estos 
últimos se descomponían así: un coronel, cien co- 
mandantes, treinta capitanes, cincuenta tenien- 
tes. Lo demás era tropa, porque no habían ma- 
yores, ni subtenientes, ni sargentos, m cabos. 

Los jefes y la oficialidad eran buenos; pero la 
tropa dejaba mucho que desear. Estaba cons- 
tituida, en su mayoría, por los peones del coronel 
y los jefes del estado mayor, por el contingente 
recogido a la cruzada del pueblo: un telegrafista, 
cinco maestros de escuela, dos periodistas, un 
literato, un médico, tres abogados y varios otros 
bultos igualmente inútiles. 

En un día de pelea no serviría para nada por- 
que por su ignorancia, siempre iba mal montado, 
no sabía cortar un alambrado ni rumbear con 
tino. Defectos graves, porque según lo había 
manifestado el coronel: 


Javier de Vían a 


— «La consina era juir». 

Y para huir, la división Japú tenía adquirido 
justísimo renombre. 

El jefe, el coronel Valenciano, solía decir: 

— A mí podrán redomarme, pero pa que me 
voltee un hombre, carece que las tercerolas del 
enemigo escupan muy lejos. 

Y luego agregaba: 

— El primer deber de un jefe es cuidar la vida 
a su gente y no hacerla matar al ñudo. Hay que 
peliar, yo no digo, pero buscando ventaja. El 
corajudo a quien lo dejan seco de un tiro ¿qué 
es?... Una osamenta lo mesmo que el maula 
al que lo balean porque no supo disparar a tiempo. 

Por eso el coronel Valenciano y su división, 
siempre marchaban a punta, a la vanguardia, 
prestando inapreciables servicios al ejército, fa- 
cilitando la disparada en su conocimiento del 
territorio, de las cortadas de campo, de las « pi- 
cadas » desconocidas para la mayoría. ¡Como que 
entre los comandantes que acompañaban al co- 
ronel no había uno que no hubiese sido tropero, 
carrero, mayoral de diligencia, empleado de po- 
licía, contrabandista o cuatrero ! . . . ¡Si sabían 
ellos por donde se «juye»!... 

Y dado que la consigna era huir, hacer durar 
la guerra mientras hubiesen vacas que comer 
y caballos que montar, la división Japú llenaba 
cumplidamente su misión. Ella iba siempre de- 
lante, manifestando un profundo desprecio por 
el enemigo que venía detrás y que no encontraba 
una res que carnear, ni un caballo que ensillar, 
ni un poste de alambrado que echar al fuego. 

Además de esos méritos, el coronel Valenciano 


Paisanas 


27 


tenía el de ser bueno y justo casi habitualmente; 
porque cuando le venía el ataque al hígado y 
se le «caía la paletilla», — empujada por excesos 
de caña y mate amargo, — tornábase irascible al 
extremo. 

Aquejado por una de esas cosas estaba cuando 
la división acampó en la margen izquierda del 
Espinillo. 

Y apenas había tenido tiempo de echarse sobre 
la cama improvisada con las prendas del apero 
y aún no había concluido de quitarse las botas, 
cuando uno de los comandantes se presentó tra- 
yendo preso un individuo acusado de un mon- 
tón de delitos. 

— ¿Qué ha hecho ese cachafaz? — preguntó mal- 
humorado. 

— Primeramente, mi coronel, le faltó a una 
muchacha en los ranchos de un puestero del Tala. 
Dispués la mató y mató a la madre y al padre 
qu’era un viejo lisiao y una hermana e la mucha- 
cha qu’era tuavía mamona... mas dispués juyó 
y jue a pedir posada a Testancia del brasilero 
Guimaraens y lo mató de una puñalada y le sacó 
el cinto y un parejero doradillo que tenía escon- 
dido en la cocina . . . 

— ¿Y dispués? 

— Nada más, mi coronel. 

El coronel se refregó fuertemente el abultado 
abdomen. 

— Parece como si me se reditiese el sebo ! . . . 

A poco, encarándose con el preso: 

— ¿Cómo te llamás vos? 

— Juan Portillo. 

— ¿De los Portillos del Zucurú? 



28 


Javier de Viana 


— Sí señor, hijo’e Ladislao Portillo. 

— Lo conocí. Giieno bien che. Lo conocí; era 
muy amigo. 

— ¿Amigo suyo, coronel? 

— Muy amigo’e lo ajeno. 

— Sí; tenía esa debilidá, el pobre finao tata. 

— Y a lo que parece, vos no negás la cría . . . 
Vamo a ver, ¿qué tenés que decir en tu disculpa? 

Con estudiada humildad, el mozo respondió, 
bajando la vista. 

— Digo... Lo e ? la muchacha, Facunda, juó 
asina: yo la quería, ella me abrió juego, pero tor- 
ciendo a dos riendas, en ocasiones diba de mi 
lao y en ocasiones del lao del sordo Serapio . . . 
L’otra noche caí al rancho ... yo encelao, ella 
retrechera... estamo en tiempo e’guerra . . . ¡usté 
compriende, coronel ! . . . 

—i Y?... 

— Güenoj y asina no más jué. 

— 9 Y por qué la matastes dispués? 

— ¿Y qu’iba hacer?. . . ¿no estamo en guerra?. . . 
Aura pasamo pu’aquí y quien sabe cuándo pe- 
garemos la güelta, si la pegamo, y yo no la iba 
a dejar a ella, la pobrecita a la disposición de 
Serapio qu’anda ronciando, escondido en el mon- 
te, pa no servir ni a Dios ni al Diablo . . . 

El coronel volvió a refregarse la panza y con- 
tinuó el interrogatorio. 

— ¿Y por qué degollastes a los viejos?... 

— ¡Por prudencia, coronel... Usté sabe que 
dispués de la guerra se hace la paz y con la paz 
encomienzan a fastidiarnos a nosotros, los chi- 
cos . . . 

— Eso es razón. Pero la guacha mamona no 



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Paisanas 


29 


iba dar declaración. ¿Por qué l’achurastes tamién? 

— ¡Por lástima, mi coronel!... ¿Qu’iba a ser 
de la pobre criaturita sola en el mundo, sin una 
perra que le diera la teta? . . . 

— Eso es verdá. Pero aura viene Potro, el ase- 
sinato del brasilero Guimaraens. 

— ¡Pero eso es élaro como agua e’cachimba, 
coronel ! . . . Yo iba juyendo. Ser apio había a vi- 
sao a la gente del capitán Umpiónez y me lar- 
garon una partida que me venía pisando los ga- 
rrones. Yo llevaba el mancarrón aplastao. Llegué 
a Testancia el brasilero. Me recibió de mala ma- 
nera. Descubrí el parejero doradillo, se lo pedí, 
me lo negó, discutimos; el sacó una pistola, yo 
saqué la daga . . . Me atropelló ... y ©1 bruto s en- 
sartó hasta la «ese» ... El mesmo se dijuntió . . . 
Le saqué el caballo y . . . 

— ¡Le sacastes el cinto tamién ! . . . 

— ¡Velay ! . . . ¿Pa qué quiere un di junto un 
cinto lleno de onzas de oro? . . . 


— Eso es razón igualmente. 

El coronel sentíase inclinado a la clemencia. 
Encontraba muchos atenuantes en los crímenes 
de Juan Portillo y quizá hubiera llegado hasta 
la sentencia absolutiva si en ese momento el hí- 
gado no hubiese volcado un jarro de bilis. 

Durante un rato se revolcó en la cama como 
caballo atacado de mal de orina, y cuando la cri- 
sis hubo cedido un poco, exclamó, dirigiéndose 
al comandante: 

Al fin y al cabo, son cosas que pasan a cua- 
lesquiera . . . Hay que tener compasión . . . Lle- 
vesló usté mesmo al muchacho, y afile bien el cu- 
chillo pa degollarlo sin hacerlo sufrir al pobrecito... 




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LA PERRA RABIOSA 


Los viejos vecinos de Marmarajá conservaban 
buena memoria de Teresa López, que durante mu- 
chos años fuó una gran fogata a cuyo alrededor 
iban a revolotear y a quemarse las alas los más ga- 
llardos mozos del pago, ardiendo en rivalidades y 
que más de una vez salpicaron con su sangre las cla- 
ras zarazas de los vestidos de la coqueta. 

Era muy linda, Teresa. Alta, esbelta, blanca la 
piel, azules los ojos, rubios los cabellos, aguileña 
la nariz, era, sin duda, retoño atávico de su madre, 
mulata brasileña de labios jetudos, nariz aplastada 
— herencia materna — y el oro en las motas y el 
celeste en las pupilas, don del « fazendeiro » alemán 
que fuó su padre. 

Y a estos contrastes fisiológicos, correspondían_ 
otros tantos contrastes morales. A veces imponía 
se la ardencia del cafó: a veces triunfaba la cebada 
de la cerveza. Compuesto inestable hallábase a mer- 
ced de las influencias del medio ambiente. 

Pero su característica era la coquetería perversa 
que no atraía a los hombres para gozar del home- 
naje sino del dolor que causaba en sus adoradores 
su infalible falsía, siempre manifestada con re* 
finamientos de crueldad. 




32 


Javier de Viana 


Y si engañar a un hombre constituía para ella un 
placer el máximum de la satisfacción era robár- 
selo al cariño de otra mujer. Joven o viejo, lindo 
o feo, rico o pobre, todo era igual para ella. 

— Teresa no come nunca los pescaos que saca 
del agua — decía un paisano sentencioso — ;por eso 
lo mismo Techa el anzuelo a un dorao que a un ba- 
gre sapo. 

De entre sus innumerables amores — trágicos mu- 
chos de ellos — uno dió amplio campo al comentario 
comarcano. 

Julio Lara, uno de los mozos más serios y juicio- 
sos del pago, iba a casarse con una chica muy 
buena. Se querían entrañablemente ,con un amor- 
sereno, tranquilo, reposado, con uno de esos amores 
que tienen por base la estimación recíproca y por 
fin ayudarse mutuamente en las luchas de la vida. 

En fecha cercana debía celebrarse el matrimonio. 
El tenía ya pronto el rancho y ella su ajuar modes- 
to. Pero una semana antes hubo un baile en la 
estancia. Teresa, que se encontraba en él, despre- 
ció a sus galanes y yendo al rincón donde los novios 
permanecían aislados, viv endo sus vidas ajenos ai 
mundo ambiente, exclamó sonriendo, al mismo 
tiempo que tendía la mano a Julio: 

— ¡Hay que romper esa collera! ¡Tiempo les va 
sobrar p’ aburrirse juntos !... 

El no pudo resistirse. Bailaron una danza, 
luego un schottis, después una polca, mientras 
la pobre chica tímida, agonizaba abandonada en 
el rimcón más obscuro de la sala... 

Al día siguiente, Julio rompió su compromiso 
matrimonial, y al otro los peones sacaron del al- 
jibe el cadáver de su novia. 


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•• » 


Paisanas 


33 


Poco tiempo después, Julio Lara, ardiendo en 
celos, mataba a puñaladas a un rival preferido pol- 
la terrible coqueta. Quince años de penitenciaría 
soportó. 

Al volver era ya viejo. Fue a vivir en casa de 
un puestero amigo, trabajando de peón por la co- 
mida y los vicios. 

— i Yo no preciso plata pa nada — había dicho — ; 
yo ya no soy nadie; un animal, una planta: con Co- 
mer me basta... 

Y Teresa existía aún. Vieja ella también, horri- 
blemente desfigurada por las viruelas, ya no logra- 
ba seducir a nadie; pero la perversidad de su alma 
se ejercía en otra forma. Errando continuamente 
de estancia en estancia, de rancho en rancho, 
iba desparramando veneno por todas partes. 

De pura maldad oficiaba de Celestina corrompien- 
do doncellas y desquiciando hogares. La llamaban 
la perra rabiosa y en todas partes infundía terror. 

Cuando llegaba a oídos de Julio Lara la noticia 
de alguna catástrofe motivada por la intervención 
de Teresa, él decía: 

— Dende que volví de la cárcel tengo la escopeta 
cargada con bala. Yo no la busco a ella. La he 
perdonado; pero si se acerca a mí, la mato como 
se mata un perro rabioso, un puma ladrón de ovejas, 
un zoito ladrón de gallinas . 

Y ocurrió que Rufina, la hija del viejo puestero que 
había dado albergue al ex presidiario, se casó con un 
peoncito del pago. Vivían en la misma casa. Se que- 
rían; eran felices. 

Sin embargo, al volver Julio do un viaje del 


3 



34 


Javier de Viaka 


pueblo donde fuera a vender una carrada de maíz* 
se encontró a su amiguita toda afligida. 

— j Qué le pasa, nena? — preguntó fraternalmente. 

Ella pretendió excusarse; más al fin, empezó: 

— Que Juan m’engaña, que tiene amores con Ti- 
mota... 

— ¡Mentira ! 

— ¿Mentira?... ¡Vea aquí está este pañuelo’e 
seda que yo le bordé con sus letras y qu’ól se lo 
regaló a la china Timota !... 

— ¿Y quién se !o trujo el pañuelo? 

— Me lo trujo... ña Teresa... 

— ¿Estuvo aquí Teresa?.. 

— Sí; ayer. 

— ¡Milagro había’e ser, pero !... 

— Y esta nochecita quedó en volver trayendo me 
una esquela’e mi marido pa Timota en la que lo 
dice que ella sola es el cogollito’e su alma y una pun- 
tad cosas más... ¿Compriende ahora?..,. 

— ¡Ya lo creo que compriendo! — respondió Ju- 
lio. 

Y luego: 

— ¿Adonde se van a ver con Teresa? 

— En la islita’e los talas, al oscurecer... ¿Por 
qué: 

— Por nada. 

Antes del obscurecer, Julio estaba oculto en la. 
islita de los talas, el oido atento, la vista fija 
en el camino , martillada la escopeta. 

Poco después llegó la chica, que se sentó en 
el suelo, junto a un árboi y se puso a llorar desespe- 
rad anuente. ! ! 

Un cuarto de hora más tarde, apareció Teresa 
montada en un famoso cabado porcelana. 


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Paisanas 


35 


Al verla la chica se enderezó de un salto. Julio 
la dejó acercar. No obstante el crepúculo ,pudo ve* 
la satisfacción que brillaba en los ojos, todavía 
bellos, de la perversa. Se echó la escopeta al hom- 
bro. Luego apuntó despacio, muy despacio e 
hizo fuego.. 

Teresa cayó al suelo, partido el corazón de ¿n 
balazo. El porcelana emprendió la carrera por el 
campo, y Julio, sereno, tranquilo, presentóse an- 
te la pobre muchacha que lo miraba atónita, y 
dijo: 

— Ya no muerde más a naides la perra rabiosa. 
Yayasé tranquila... 




LAS TORMENTAS 


Muere el día, estrangulado por un dogal de 
fuego. 

En el poniente, el rojo cárdeno del sol que se 
va como con rabia, hace levantar de la tierra un 
vapor gríseo, parecido a la humareda de un asa- 
do que se quema. 

En el oriente, ensombrecido ya, negrea, como 
curva y enorme ceja de criolla, el monte espeso 
y bravio que borda las márgenes de un arroyo 
M que no sin razón le llaman «Malo». 

Desde esa barrera obscura hasta el incendio cre- 
puscular del occidente, la tierra y el cielo van 
ofreciendo suave graduación de luz, perfectamente 
abarcable a la vista desde el lomo empinado de 
la cuchilla. 

En la amplia extensión del campo, sobre las 
lomas, los vacunos ambullan aún, indecisos, irre- 
solutos, sin ánimo para seguir triscando la hier- 
ba y sin decisión para tenderse sobre ella y en- 
tregarse a la melancólica función de la rumia, 
<?ue es, para las bestias, como prolijo recuento 
de lo ganado en el día. 

Un ternero extraviado de la madre, bala las- 
timosamente a la distancia; y la madre, volvien- 
do la pesada cabeza y buscándole con sus gran- 


38 


Javier de Viana 


des ojos redondos, llenos de bondad y de pena, 
lo responde con otro balido más angustioso aun. 

Por los llanos, ya ennegrecidos, se encaminan 
lentamente hacia el rodeo, balando y tosiendo, 
las majadas. 

Al ras de la tierra se escurren las perdices sil- 
bando con infinita melancolía, y pasan por de- 
lante de las cachilas, que de pie, inmóviles junto 
a la maciega parecen esperar resignadamente 
algo maléfico. 

En lo alto, tendidas y quietas las grandes alas 
potentes, planea un carancho, ambarado el plu- 
maje y enrojecidas las pupilas por los reflejos 
del sol muriente; y, rígidas sobre los postes del 
alambrado, las lechuzas, esponjado el ropaje 
gris, lanzan de rato en rato un graznido y más 
lúgubre que de costumbre 

En las casas, los eucaliptos ofrecen la quietud 
imponente de una fila de granaderos nepoleóni- 
cos, esperando serenos y sin jactancias, la carga, 
que saben formidable, del enemigo presentido 
próximo. En cambio, los sauces de cabellera 
mujeril y las frágiles casuarinas experimentaban 
ligeros estremec mientos medrosos. 

Los perros vagaban sin sosiego, gachas las ore- 
jas, la cola entre las piernas, olfateando el suelo 
y echando vistazos al firmamento, desde donde 
presajiaban cólera. 

Las gallinas, con su habitual prudencia apre- 
suráronse a instalarse en el cobertizo protector. 

Y a medida que iban densificándose las som- 
bras, acrecentábase el malestar ambiente; ese 
malestar, esa angustia, esa inquietud muda que 
precedo a las batallas. 



Paisanas 


3U 


De pronto, en medio del silencio colosal del 
campo., cuando ya del sol sólo quedaba fina ceja 
roja cerrando el occidente, oyóse como un retum- 
bo, cada ve-z más fuerte, cada vez más cercano. 
Era una potrada disparando sin objeto y sin di- 
rección. AI llegar frente a la estancia, el escua- 
drón se detuvo de súbito, encandilado por las 
1 lamas dél gran fogón de los peones. Un segundo, 
tan sólo; y de inmediato, cambiando de rumbo, 
reemprendió la azorada cartera huyendo des- 
pavorida. 

La masa blanca del caserón perfilaba su si- 
lueta maciza, toda oscura, salvo la pieza del me- 
dio, de donde brotaba inusitada claridad, cho- 
rreando la luz amarilla de las bujías sobre el pa- 
rral del patio. 

En aquella pieza estaban velando a la esposa 
del patrón, muerta de parto en la madrugada de 
©se mismo día. 

Y, en frente, acostado al palenque, inmovili- 
zado en actitud hierática, él permanecía con los 
ojos clavados en lo infinito del obscuro horizonte. 

Parecía que la vida se hubiere suspendido en 
todo su cuerpo, para concentrarse en el cerebro, 
©n forana de vertiginoso torbellino, que le impedía 
sufrir en la imposibilidad de pensar. 

Salcedo había sido infeliz toda su vida. Su alma 
buena, plena de afectos, hubo de sufrir repetidas 
.V amargas decepciones. Los hombres traicionaron 
su amistad, las mujeres desdeñaron su amor. 
Y ya en el ocaso de la existencia, conoció a Ar- 
minda y conoció toda la infinita felicidad que 
brota de la sólida soldadura de las almas honra- 
das y sinceras. 


40 


Javier de Viana 


Recién entóneos empezó a encontrar luminoso 
oí cielo, verde el campo, gorda la hacienda, bello 
el arroyo, buenos los perros... 

Y a poco más de un año de dicha absoluta,, 
la cajisa de esa dicha se iba, triturada por los de- 
dos de hierro, brutales, inconsiderados, de la 
muerte. 

Allí, en la pieza vecina desde donde los cirios 
mortuorios enviaban amarillentos resplandores so- 
bre el patio arbolado, se estaba velando su vida. 
En el alba siguiente, con seguridad bajo lluvia 
y viento, en medio del encono celeste, entre true- 
nos y rayos, se cavaría la fosa destinada a guar- 
dar los despojos de la compañera adorada; y la 
misma tierra que cubriría sus despojos, sepul- 
taría el ideal de su existencia... 

Apretaba el calor; el calor húmedo, asfixiante,, 
oprimente de la tormenta próxima. En lo opa- 
co del cielo, trazaban rayas culebreantes los re- 
lámpagos. Un enjambre de bichitos, de esos bi- 
c hit os que no se sabe de donde brotan, formaban 
nube sobre la atormentada cabeza del gaucho 

— Patrón, — : di j o el capatáz acercándosele. — Por 
mi gusto v’haber tormenta juerte... El Sarandí 
está muy hinchao; la Cañada Grande rejuntó 
much’agua en la lluvia e Potra güelta... y aura, 
si cái un aguacero largo, van a reventar los ca- 
ñadones y apeligra augarse la majada fina del 
puesto Tala... 

— Posible... — murmuró el patrón sin levantar 
la cabeza. 

— Yo hice ensillar, y via dir con tres piones, 
p’ ayudar al puestero Dionisio... 

— Vaya ... 


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Paisanas 


41 


Pero pal lao de los molles, la majada grande 

se va correr, dejuro, arrempujada pu’el viento 
de Teste, — que tráia agua come peste, — pal ba- 
ñao de los Apenáses, que ya está hondo y... 

— Se augarán. 

A la fija si no dimos a espantarla pal alto... 

y... falta gente, gente, patrón... 

— Que se auguen . . . 

—¿La majada grande? 

Tuita Thacienda... Mande desensillar; que 

se queden tuitos aquí, velando a mi Arminda!... 
..Y entonces, levantando la cabeza, fosforecen- 
* tes los ojos, exclamó: 

¿Qué importa que se mueran diez mil 

ovejas? ¿qué significa la muerte de diez mil ove- 
jas frente a la muerte de mi mujer?... ¿Pa qué 
preciso yo ovejas, ni vacas, ni potros?... ¡Ama- 
laya diluvee tuita la noche y tuito el día y des- 
aparezcan tuitos los animales y mueran arranca- 
dos tuitos los árboles, y no quede un mata e’- 
pasto pa dar abrigo a un chingólo!... 

— ¡Pero patrón!... 

— ¡Mande desencillar! . . . Dispués que a uno 
se le ha quemao la casa, es zonzo preocuparse 
de qu’el viento no le lleve las cenizas*... 



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SACA CHISPAS 


Un tipo original EI03' Larraya. Bajo, delgado, 
nervioso, tenía un rostro fino, casi glabro, y una 
hermosa cabeza poblada do rubia, larga y ensor- 
tijada cabellera. 

La causa más insignificante lo excitaba ha- 
ciéndolo proferir tremendas amenazas. Sus com- 
pañeros, que lo habían apodado « Sac achispas », 
gozaban urdiendo chismes, contando que fulano, 
en tal parte se había expresado en tales términos, 
ofensivos para él. 

Sea que lo creyese, o que fingiera creerlo, Eloy 
montaba en cólera, agitábase violentamente y 
rompía en tremendos apóstrofos: 

— ¡En cuanto me tope con ese cascarudo le 
vi’ a dejar el cuero como espumadera, a juerza 
’e chuzazos- . . . 

— ¿Conque... pica al naco, aparcero? — ^mo- 
fóse uno de los peones. 

— ¡Con esta fariñeral— replicó Sacachispas, des- 
senvainando una descomunal cuchilla, que, lo 
mismo que el pistolón calibre dieciséis, sólo para 
dormir quitábaselo de la cintura... Y eso, no 
siempre. 

Otro peón observó burlonamente: 



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44 


Javier de Viana 


— No importa qu’el lazo sea largo si falta juer- 
za en el puño pa largarlo hasta las guampas del 
animal! 

¡Pa sirsiorarse no tienen más que probarme!.. 

—Nosotros no, hermano; pero no ha’e faltar 
quien quiera darte un cotejo, con ganas de ver 
si t'u daga saca chispas como tu labia. 

Los enojos de Eloy se apaciguaban con la mis- 
ma rapidez con que nacían. 

— La corro con el qu’enfrene, — dijo, y salió 
del galpón tranquilamente, esperando encontrar 
en la cocina a Dalmacia, la chinita retrechera 
por la cual se derretía hacía meses. 

Estaba allí, en efecto, fregando prolijamente 
la vajilla. El la piropeó: 

— ¡A tuito lo que usté toca le saca brillo! 

— Cada uno hace lo que puede — respondió iró- 
nica; — usté saca chispas, yo saco brillo. 

— ¡Y chispas también sabe sacar!... Hace tiem- 
po que tengo el corazón quemao con el chispe- 
río’e sus ojos. 

Rió Dalmacia y replicó despiadada : 

— Si es mucha la quemazón, le puedo pedir a 
Ulpiano que l’eche unos baldes de agua!... 

Ulpiano, gaucho audaz, pendenciero, de co- 
raje y destreza probados, era el odiado rival de 
Sacachispas. 

— ¡Puede que yo le enfría a él a talerazos! — 
exclamó con rabia. 

Tornó a reir la china, y dijo: 

Si hace la hazaña, puede venir por la flor 
de mi querer. 

— ¿Palabra? 

— Palabra. 


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Paisanas 


45 


—¡Hasta lueguito!... 

Y esto dicho con suma arrogancia, fuese a su 
cuarto, cambió por la de paseo su vestimenta 
de trabajo, se ajustó las armas y encaminóse a 
la enramada, donde púsose a ensillar su flete. 

Intrigáronse los peones, y uno de ellos inte- 
rrogó con sorna: 

— ¿Ande vas tan presumido? 

— ¡A buscar a Ulpiano y a paliarlo! — replicó 
altanero el mozo. 

Resonó una carcajada general, y el capataz 
aconsejóle: 

— Llevá un pedazo ’e sebo ’e riñonada, qu’es 
muy güeno pa las machucaduras. 

Sacachispas, sin dignarse replicar, cabalgó y 
partió . . . 

Una semana después regresaba todo maltre- 
cho, una venda en la cara y un brazo en cabes- 
trillo. 

Los compañeros ya tenían conocimiento de 
las peripecias del lance. La misma tarde de su 
partida, Eloy encontró a Ulpiano en la glorieta 
de una pulpería y lo provocó resueltamente, Des- 
envainaron las dagas y, al primer choque, el Sa- 
cachispas qpedó desarmado. Enfriósele el coraje, 
y exclamó suplicando: 

— ¡No mate un hombre rendido 1 

— No — dijo Ulpiano; — yo nunca mato mulitas. 
Pero te vi’a poner mi marca y dispués te vi’ a 
dar una soba’e rebenque pa que cada vez que 
m’encontrés, te pongas de rodillas y me pidás: 
«¡La bendición, tatitaU 

De un gesto rápido le marcó un «barbijo» en 
la mejilla; y de seguida, arrojando la daga, dió- 


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46 


Javier de Via na 


le de golpes con el mango del «talero», hasta hacer- 
lo caer sin sentido... 

Los peones lo atendieron cariñosamente, aho- 
rrándole el tormento de las mofas; pero cuando- 
estuvo bueno, ya no hubo continencia. 

— ¡Quién había ’e decir que nuestro gallo ha- 
bría ’e cacarear y juir sin hacer por la riña!... 

— ¡Maulazo, el gallito! 

Sacaehispas recobró su audacia para exclamar.*: 

—¿Maula, yo?... ¿Maula por que me agaché 
cuando vide qu’el otro me achuraba?... ¿No 
es lai ladiarse y prenderse a los sarandises cuándo 
no se puede asujetar la correntada?... ¿Serías 
maula vos, si yendo por la vía’el fierrocarril le 
das lao cuando viene chiflando, en vez de parar- 
te y decirle: «Entre chiflado! y chiflador, vamo 
a ver quién chifla más juerte?»... ¿Lo harías 
vos?... ¡De loco, pa que te aventase el miri- 
ñaque y te hicieran picadillo las patas de fierra 
del parejero inglés!... 

En ese instante se paró en la puerta del galpón 
Dalmacia, que volvía del lavadero, y encarán- 
dose con Eloy, díjole sarcásticamente: 

— ¡La flor se secó en su ausencia; pero si pre- 
cisa más ingüento, entuavía qiteda!... 





JUGADA SIN DESQUITE 


Había llovido hasta fastidiar a los sapos. 

Todo el campo estaba lleno de agua. Las ca- 
ñadas parecían ríos; parecían cocineras pavoneán- 
dose con los vestidos de seda de las patronos au- 
sentes. 

En la chacra recién arada, cada surco era un 
flete argentado que hizo decir al bobo Cleto: 

— ¡Mirá che*..: Parece el papel con rayas que 
venden los turcos pa escribir a la novia!...: 

No habiendo nada que hacer en tanto no ba- 
jasen las aguas y se secasen los campos, la peo- 
nada se lo pasaba en el galpón, tomando mate,, 
jugando al truco o contando cuentos; engordando. 

Algunos, aburridos de «estar al ñudo», mataban 
e * tiempo recomponiendo «guascas». Entre estos 
dallábase Setembrino Lunarejo, un forastero. 

Había caído al pago unos seis meses atrás. 
í*idió trabajo. 

El capataz lo observó atentamente; lo gustó 
la estampa del mozo y como le hacía falta gento 
para una monteada, preguntóle: 

— ¿Si quiere ir a voltear unos palos? ¿Sabe? 

—Yo sé hacer todo lo que saben hacer los gau- 


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48 


Javier de Viana 


chos, — respondió con altanería. Y después, son- 
riendo enigmáticamente: 

—Y hoy por hoy, pa la saló, prefiero trabajo 
e’monte. 

El capataz había comprendido perfectamente 
y sin entrar en averiguaciones indiscretas, lo tomó. 

Como resultara excelente, al concluirse el tra- 
bajo de monte le ofreció tomarlo como peón de 
campo, y él aceptó, haciendo la advertencia de 
que era posible alzara el vuelo el día menos pen- 
sado. 

Buen compañero, siempre servicial, Setembri- 
no no intimaba con nadie, sin : embargo. Sin ser 
huraño, su reserva era extrema y sólo cuando 
las circunstancias lo exigían, tomaba parte en 
las conversaciones de los camaradas, ni tampoco 
en sus diversiones. 

Pedro Lemos, que sentía por él una gran sim- 
patía, tentó muchas veces, inútilmente, arran- 
carle el secreto de su taciturnidad o arrastrarlo 
a bailes y jaranas. 

Nunca solicitaba nada. Si se encontraba sin 
tabaco era capaz de pasarse el día sin fumar, 
antes de pedir un cigarrillo. 

—Lo vi’ hacer compadre, por lo poco pedigüe- 
ño, — le dijo Pedro un día; y é'f respondió sonriendo: 

— Siamos compadres. 

Desde entonces se daban siempre ese amistoso 
tratamiento. 

Aquella tarde Setembrino había permanecido 
completamente alejado del grupo, absorbido en 
la tarea de «armar» unos «corredores». 

- — Compadre — le gritó una vez su amigo — acer- 

quesé que el cimarrón está- muy lindo. 


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Paisanas 


49 


—Gracias, compadre: nu’ando bien de las tri- 

> pas. 

Un tiempo después, otro ofrecióle: 

> — Un trago e’caña amigo Setembrino. 

. — Gracias; yo no sé beber. 

Como estaban habituados a s,u modo de ser, 
* nadie insistió. La tertulia proseguía alegre, can- 

? tando cada uno una aventura más o menos chis- 

tosa, más o menos trágica. Y ya iba languide- 
ciendo la conversación, cuando Lemos se levantó 
y yendo hasta donde estaba Lunarejo, le dijo: 
r — ¿Y xistó no tiene nada que contar, compa- 

} dre? 

i -r-Nada, compadre: ni plata. 

3 — Parece mentira, — prosiguió Pedro; — yo no pue- 

do comprender un gaucho que nunca haya ju- 
gao ninguna carrera. 

— Una vez dentró en una, — respondió el fo- 
3 rastero con casi imperceptible amargura; — den- 

tró en una y la perdí... Dispués no he vuelto 
i a correr más. 

’ t — ¿Ni siquiera pa dir pu’el desquite? 

— Hay jugadas que no tienen desquite, com- 
padre. 

- I 

c Empezaba a oscurecer. De sopetón, sin que los 

perros hubieran dado aviso, tres hombres empon- 
0 chados se presentaron en la puerta del galpón. 

Eos gauchos se asombraron, reconociendo que 
o eran policía, pero no la del pago. Instintivamente 

n todas las miradas se fijaron en Setembrino, quien 

se había puesto de pie y había hecho ademán de 
sac ar armas. Pero en seguida bajó la mano y 
quedó tranquilo. 


4 


50 


Javier de Viana 


El jefe de los policianos se adelantó y saludando 
a los peones dijo, señalando a Setembrino: 

— Vengo en busca d’este hombre... 

Y avanzando unos pasos, agregó: 

— Hace un año que lo andamos buscando p’- 
arreglarle unas cuantas cuentas. 

Tranqu/ílo, con acento ligeramente irónico, Lu- 
narejo replicó: 

— Mientras los anduve matreriando, y después 
que los disparé a balazos en dos ocasiones, no me 
buscaron muy de cerca. 

¡Date a preso! — gritó el sargento apuntán- 
dole con su revólver. 

— Me entrego — respondió el forastero — y Luego, 
dirigiéndose a sus camaradas: 

— No vayan a creer que soy ningún bandido... 
Un hombre me ofendió; lo pelié y lo maté... 
Nada más!... Tome mis armas sargento y cuan- 
do quiera puede arriarme... 

El policía, dominado por la serenidad del cri- 
minal, exclamó: 

—¡No hay tanta priesa, amigo!... ¡No es pu- 
ñalada e’pícaro!... Yo sé que usté era hombre 
giieno . . . 

— Y que dejé de serlo cuando se me atravesó 
un picaro... completó sonriendo el gaucho, quien 
luego, acercándose de nuevo a Pedro y ponién- 
dole la mano en el hombro, le dijo solemnemente: 

— Mi mujer me engañó. La mató y maté a su 
amante... ¡Ya ve, compadre, qu’esa jugada no 
tiene desquite!... 



EL CANTO DE LA CALANDRIA 


El paso de los Ceibos era, de por sí, uno de los 
nías lindos y alegres parajes de las riberas del 
Mandisoví. La cuchilla descendía en suave pen- 
diente hasta el arenal del paso, un lecho de are- 
nas finísimas, en medio de las cuales brillaban, 
a la luz del sol, los nácares de las conchas muertas . 
Doble fila de ceibos en flor, formaban como unos 
cortinados de púrpura acompañando el arenal 
hasta la orilla del agua. 

Era do los parajes más lindos y más alegres, 
naturalmente; y lo fue muchísimo más cuando 
•Juan Berón y Feliciana fueron a vivir en el pro- 
lijo ranchito edificado en la loma, a media cua- 
dra del arroyo. 

Feliciana era una adorable chinita, cuyos veinte 
años rebosaban salud y alegría, cuyas risas y cu- 
yos cantos hacían competencia, desde el alba 
hasta el obscurecer, a las calandrias y a los jil- 
gueros, a los cardenales y a los sabiás, los filar- 
mónicos vecinos de enfrente. 

Su marido, Juan Berón, tenía idéntico carác- 
ter. A los tres años de casados seguían querién- 
dose con la intensidad del primer día. En aquel 


52 


Javier de Viana 


ranchito alegre, rodeado de flores, la tristeza no 
había penetrado nunca. 

Juan y Feliciana, los «cachorros, como los 
llamaban en el pago, eran la admiración de todos 
y la envidia de muchos. 

Nunca faltaban visitas en el puesto de los Cei- 
bos; pero no visitas de etiqueta a quien hubiera 
que hacérsele sala. No; eran amigas, parientas 
de Feliciana o de Juan y que pagaban los dos 
o tres días de contento pasados allí, ayudando 
en los trabajos de la casa; porque hay que ad- 
vertir que la «patroncita» si nunca se cansaba 
de cantar, tampoco se cansaba nunca de traba- 
jar. Cuando había concluido todas las faenas 
domésticas se ocupaba en hacer algún dulce, 
para sorprender a su marido, que era extremada- 
mente goloso. 

Aquel domingo, a la hora de siesta estaba ella 
en la cocina preparando una empanadas, cuando 
se presentó Juan. 

— ¿Anda por poner un güevo mi calandria? 
— dijo cogiéndola cariñosamente por la cintura. 

— Sí ; — respondió ella riendo. — Pero ya sabes 
que no me gusta que me vean en el nido. Anda 
sestiar. 

— No puedo... Sin vos la cama es fiera y gran- 
de como el campo en una noche escura... ¡Mos- 
tré! . . . 

— ¡No muestro nada! — replicó ella, tapando 
con el delantal la masa y el picadillo que estaba 
sobre la mesa. 

— Andate te digo. Andá hacerle sala a Petrona. 

Petrona era una prima de Feliciana y hacía 


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Paisanas 


63 


varios días que estaba de visita en la casa. Era 
la amiga más íntima, la compañera, la hermana 
casi de Feliciana. 

Trayendo en la mano la fuente de latón ta- 
pada con una servilleta floreada, la chinita, con 
el rostro inundado de alegría, fue al rancho y 
penetró en puntillas al primer cuarto, el come- 
dor, esperando sorprender a su marido. Pero 
como allí no había nadie, pasó al segundo que 
estaba semi oscuro y exclamó gozosa: 

— ¡ Adiviná lo que . . . 

Y no pudo decir más. Sentados al borde del 
lecho, estrechamente abrazados y besándose con 
rabia, estaban Juan y Petrona. 

Feliciana dejó caer la fuente; los pasteles ro- 
daron por el suelo. 

— ¡Cochinos, cochinos! — exclamó al cabo de 
un rato; y salió apresuradamente. 

Su marido quiso seguirla, disculparse, pero 
ella siguió refugiándose en el monte. 

Al día siguiente ella volvió a ocuparse do sus 
tareas; ni un reproche, ni una palabra. El in- 
tentó hablarla, pedirle perdón, pero ella no quiso 
oírle. 

Transcurrió una semana. La vida había cam- 
biado por completo en el puesto de los Ceibos. 
El silencio reinaba ahora allí. La risa y los can- 
tos de Feliciana no volvieron a oirse. Su ros- 
tro no expresaba enojo: estaba impacible. Cuando 
Juan llegaba del campo y la abrazaba y la besaba 
tratando de enardecerla, de devolverle la sana 
alegría de antes, ella lo dejaba hacer, sin una 
palabra, sin un gesto. 


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54 


Javier de Viana 


— ¿Pero viejita, siempre vas a estar enojada 
asina? 

— Yo no estoy enojada. 

— Usted sabe, mi prenda, q vle una resfalada 
no es caída... ¡Perdone! 

— No tengo nada que perdonar... Dejame ha- 
cer la comida; — respondía ella en una voz blanca, 
sin timbre, enervadora. 

Y así fue transcurriendo el tiempo y la situa- 
ción continuaba idéntica. La alegre casita de 
antes se había convertido en un sepulcro habi- 
tado por dos seres mudos. 

Los ruegos, los llantos, lo mismo que los eno- 
jos y las amenazas de Juan, no conseguían mo- 
dificar la actitud de su mujer. Humilde, dócil, 
complaciente, hacía cuanto él pedía, cuanto él 
deseaba; pero la risa, el canto, la alegría conti- 
nuaban ausentes. 

El sufrimiento del mozo fué creciendo acele- 
radamente. No podía conformarse a aquella exis- 
tencia fúnebre. El recuerdo de la voz armoniosa 
de su mujer le perseguía, le obsesionaba. 

Al cabo de un mes sus facultades mentales 
empezaron a desequilibrarse. Abandonó casi por 
completo su trabajo. Pasaba casi todo el día 
paseándose por el monte, con la escopeta ai hom- 
bro, observando los árboles 3^ pronunciando fra- 
ses incoherentes. 

— Se me ha vulao mi calandria... Se jué a 
cantar a otro nido... 

Feliciana había llegado a ser para él una per- 
sona desconocida. Muchas veces solía pregun- 
tarle: 

— ¿Usted no ha visto a mi calandria? ¿No 



Paisanas 


55 


ha venido por acá mientras yo ’andaba en el cam- 
po?. . . 

Ella se encogía de hombros, fría, impasible, 
terrible en su venganza que no cejaba ante la 
miseria de su esposo. 

Una tarde ella había ido al río a lavar la ropa. 
Atardecía. De pronto, sin darse cuenta, Feli- 
ciana empezó a cantar una coplas, en voz baja 
primero, a toda voz después. 

Juan, que también vagaba por el bosque, se 
detuvo asombrado al escuchar el canto. Caute- 
losamente fué acercándose al sitio de donde bro- 
taban las notas armoniosas. 

— ¡Mi calandria! — exclamó con infinita satis- 
facción — ¡Mi calandria adorada! 

Al desembocar en el abra, crujió una rama; 
la criolla sorprendida volvió la cabeza y al ver 
a su marido, dió un grito y sin saber lo que ha- 
cía echó a correr. 

El la siguió gritando: 

— ¡No te vayas!... ¡No te vayas!... No dejo 
ir más a mi calandria cantora?... 

De pronto se enredó en unas ramas y cayo. 
Ella ganó terreno, iba a desaparecer. Entonces 
el mozo, en el colmo de la desesperación, tomó 
la escopeta, apuntó, hizo fuego: 

- — ¡Aunque sea muerta quiero conservar a mi 
calandria! 

La pobre calandria, herida en mitad de la es- 
palda, se desplomó ensangrentada y sin profe- 
rir un grito. 


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YO SIEMPRE FUI ASI 


El invierno siempre es feo, porque siempre 
es malo. Pero cuando su maldad no se mani^ 
fiesta franca y violentamente, con lluvias, con 
vientos, con truenos y rayos; cuando le da por 
hacerse el manso y el bueno, es cuando resulta 
más feo; cuando se presenta apacible, cuando 
tiene una sonrisa de sol que no calienta, cuando 
está preparando la escarcha para el amanecer 
siguiente! . . . 

En un día así, Baldomera estaba encerrada 
en su habitación, trabajando, sin entusiasmos, 
en su ajuar de novia. 

Llevaba cerca de tres meses en la obra, que 
adelantaba con suma lentitud, pues sólo podía 
consagrarle los ratos perdidos, y éstos eran po- 
cos. Casi toda la labor de la casa pesaba sobre 
ella. Misia Rosaura, s)u tía y madrina, estaba 
ya muy viejita y sin fuerzas; su prima Delfina 
era una pobre enferma, incapaz de servirse a sí 
misma y la negra tía María, negra ya de motas 
blancas, chocheaba casi. 

Ella tenía, pues, que hacerlo todo y lo hacía 
sin protestas, aun que sin entusiasmo también. 

Pero lo último era debido a su temperamento, 


58 


Javier de Viana 


que en una ocasión, hizo decir a su primo Ca- 
milo: 

— Esta muchacha debe haber nacido un vier- 
nes trece, en el mes de Julio, durante una noche 
de helada! . . . 

Dejala, pobrecita, — había respondido don Ti- 
moteo; — ella es asina, pero es muy güeña. 

Muy güeña, no hay duda; pero lisa y fría 
como la escarcha. 

Y si alguien se lo reprochaba, ella respondía 
invariablemente, con su voz pálida, impersonal: 

— ¡Yo siempre fui así!... 

Y efectivamente, siempre fuó así, desde chi- 
quita. Cuando hacían caso omiso de ella en los 
juegos o cuando le arrebataban un juguete suyo, 
nunca tenía una protesta. No lloraba, siquiera: 
desde un rincón, inclinada la cabecita, mordien- 
do la punta del delantal, se quedaba quietita 
mirando jugar a los demás. 

Después, ya moza, concurría a los paseos y 
a los bailes con la misma indiferente tranquilidad. 

Siempre fué así. 

Era hermosa; pero sus cabellos, muy negros, 
no tenían brillo; su frente, alta era demasiado 
lisa; la nariz, era demasiado regular; las mejillas 
demasiado pálidas; la boca, perfectamente di- 
bujada y con dientes espléndidos, parecía té- 
trica, a falta de la sonrisa y de la frase vivaz; 
por último, sus ojos, grandes, obscuros, rasgados, 
sufrían idéntica carencia de expresión, de vida 
pasional. Era una linda muñeca, pero nada más. 

Nunca fuó huraña, pero nunca tampoco supo 
expresar un entusiasmo. Las frases galantes no 
la emocionaban, ni la enrojecían las zafadurías. 


Paisanas 


59 


Su conversación no era tonta, pero no tenía sig- 
nos, ni acentos, ni color. 

Sabía bailar bien, pero nadie gustaba sacarla 
de compañera, porque su danzar era como su con- 
versación: su cuerpo seguía armónicamente el 

ritmo de la música, pero su alma permanecía 
ausente. 

De ese modo y por esa causa, había llegado a 
Jos veinticinco años sin una sola intriga amorosa, 
sin el más leve noviazgo, hasta el día en que su 
primo Camilo tuvo la ocurrencia, nadie se expli- 
caba por qué, de hacerle la corte. 

Una noche, en una fiesta, ól la había sacado 
a bailar una danza, y de sopetón le había pregun- 
tado: 

— ¿Querés casarte conmigo? 

A ella, ni le extrañó ni le emocionó el ex abrupto. 

— Bueno, — respondió con la misma calma con 
que habría respondido: «Bueno», si Camilo le 
hubiera preguntado: 

* — (< ¿Querés cebarme un mate?» 

Fueron novios. Durante el noviazgo, que duró 
dos años, ól siguió su vida alegre, parrandeando, 
chacoteando, enamorando, sin arrancarle a Bal- 
domera la menor observación. 

Fijaron plazo para el casamiento y ella se puso 
a confeccionar su ajuar con una impasibilidad, 
con una indiferencia igual a la empleada en re- 
mendar un trapo de cocina... 

Y ocurrió que, tres meses antes del día fijado 
para la boda, fueron los Martínez a pasar una 
semana en la estancia de don Timoteo. Julia 
Martínez era una chinita vivaracha que no tardó 
en encender el inflamable corazón de Camilo. 


60 


Javier de Viana 


Baldomera se dió bien pronto cuenta de lo 
que pasaba y fuó la primera en solucionar el con- 
flicto. 

— ¿Por qué no te casás más mejor con Julia? 
— le dijo. 

— ¿Por qué decís eso? — exclamó él asombrado. 

— Porque me parece que te vendrá mejor. 

El sintió piedad y rabia ante aquello que era 
el colmo de la magnanimidad o el colmo de la 
frigidez. 

— ¿Y vos? 

— Pa mí es lo mismo... Yo siempre fui así... 

El compromiso de deshizo, tranquila, pací- 
ficamente. 

En esa tarde de invierno frío y feo, cuando 
trabajaba en terminar el ajuar de novia, su ma- 
drina entró en su habitación y quedó asombrada 
al verla en tal tarea. 

— Es pa Julia, — respondió Baldomera; — como 
yo ya no lo preciso, se lo vendí y lo estoy termi- 
nando. 


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CANDELARIO 


Como venía cayendo la noche y había que re- 
correr aún más de dos leguas para llegar a las 
casas, don Valentín dijo a Candelario: 

— Vamo a galopiar. 

— Vea patrón qu’el camino es fiero, que su mano 
está pesada y qu’el diablo abre un aujero cuando 
quiere desnucar un cristiano... 

Sonrió el estanciero, resolló fuerte, irguió el 
gran busto y respondió en son de burla*. 

— ¿T’imaginás, mocoso, que por que ya soy 
<le colmillo amarillo ya no tengo habilidá pa sa- 
lir parao si se me da giielta el matungo?... 

Y sin esperar respuesta, levantó el arriador, 
un arriador de raiz de coronilla, adornado con 
virolas de plata, y le dió recio rebencazo al ruano, 
que emprendió galope, por la cuesta abajo, en 
una cortada de campo por terreno chilcaloso, 
iodo salpicado de tacuruces. 

Candelario, sin osar observaciones, puso tam- 
bién su caballo a galope. 

Sabía que era siempre inútil contradecir a su 
patrón, y más inútil todavía cuando se encontra- 
ba como esa tarde, algo alegrón. 


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Javier de Viana 


Don Valentín Veracierto era un hombre como de 
cincuenta años, alto, grueso, grandote, poseía 
una estancia de valía sobre la costa del Arroyo 
Malo, y era un hombre muy bueno, muy bueno... 

Tenía un carácter jovial y su mayor pasión 
era jugar al truco; jugar al truco por fósforos, 
por cigarrillos, por las «convidadas», a lo sumo 
por un «cordero ensillado» — lo que quiere decir, 
un cordero con 1 pan y el vino correspondientes. 
Las partidas tenían lugar casi siempre en la pul- 
pería inmediata, y de ellas provenía la anotación 
semanal en la libreta: 

«Gasto... tanto». 

La partida «gasto» ocultaba, sin detallar, los 
copetines bebidos y los perdidos al truco. 

El perdía siempre; y esto le mortificaba muchí- 
simo, porque tenía el prurito de ganar. Y no por 
avaricia, sino por orgullo de triunfador. 

Pagaba con gusto diez pesos en convidadas 
y le dolía una temeridad que le ganasen diez cen- 
tavos. Su deseo era ganar el partido, no ganar 
la apuesta. 

Cuando tomó de peón a Candelario encontrá- 
base enormemente triste, debido a que el pul- 
pero don Manuel, y su compañero el juez de paz, 
Madariaga, le habían estado ganando, domingo 
a domingo, durante tres meses seguidos. 

Candelario era un gaucliito de veintiséis años, 
buen mozo, apuesto, muy simpático, pero hara- 
gán en grado máximo. En cambio, jugaba ad- 
mirablemente al truco y «pasteliaba» con ex- 
traordinaria habilidad. 

Un domingo don Valentín fuó con él a la pul- 
pería, y como faltase una «pierna», lo tomó de 


Paisanas 


63 


e compañero, y no perdieron una sola partida. 

a Al domingo siguiente se repitió la misma suerte. 

0 Candelario no sólo hacía matufias, sino que le 
había enseñado algunas a don Valentín. Y éste, 

n hombre honesto a carta cabal, experimentaba 

■ la ^ás intensa de las satisfacciones, cuando con- 

3 seguía «sacar del medio» la «espadilla» 3^ el «bas- 

tillo», o en convite de treinta y tres, para ganar 
en mala ley, unos cuantos centavos a sus ínti- 
mos amigos. 

1 Estos lo advertían, pero lo tomaban a broma. 

— ¡Ya sacó del medio, don Valentín! 

Y él, riendo satisfecho, responde: 

. ¡Qué v’a sacar, amigo!... ¡Ya tengo los de- 

dos macetas pa ese juego!... 

Cada vez que, dando él las cartas, le tocaba, 
por azar, buen juego, empeñábase infantilmente, 
en hacer creer, por medio de risueñas insinuacio- 
nes, que había hecho trampa. 

El resultado fuó que se acariñara cada vez más 
con el gauchito, quien había encontrado el me- 
dio de llevar una vida regulada, satisfaciendo 
si ingénita pereza. 


Esa tarde el estanciero regresaba contentí- 
simo, porque había ganado dos «contraflor», 
y tres «vale cuatro». Además, como había be- 
bido algo más que lo de costumbre, olvidó toda 
prudencia, apurando el galope por aquel paraje 
peligroso. 

Y ocurrió lo que el peón temía: de pronto el 
caballo metió la mano en un agujero y rodó, lan- 


64 


Javier de Viana 


zando al suelo el pesado cuerpo de don Valentín. 

El animal se levantó con pena, tastabilló, e 
iba a caer de nuevo, volcándose sobre el jinete 
que permanecía tirado en el suelo. Candelario 
vió el peligro y rápidamente atravesó su caba- 
llo, lo espoloneó y chocando con el otro pudo 
hacerlo caer para el lado opuesto. El patrón es- 
taba salvado, pero él rodó con tan mala suerte, 
que se fracturó un brazo... 


Conducido a las casas, Candelario fue llevado’ 
por orden del patrón, a la pieza inmediata a la 
suya y lo asistió con cariño paternal. 

Una fuerte fiebre hizo temer por la vida del 
mozo, y don Valentín estaba desesperado. Cuan- 
do iba al galpón, expresaba su pena: 

— ¡Un muchacho tan gtieno!... Hay que cam- 
piar mucho p* hallar uno igual!... 

Al escucharlo, los peones sonreían irónicamente. 
Los peones, todos, odiaban a Candelario, el fa- 
vorito, el haragán. Sonreían, tan sólo, y el bueno 
del estanciero era incapaz de adivinar lo que 
había de malo y de sarcástico en aquellas sonri- 
sas. 

Durante diez noches permaneció en el cuarto 
del enfermo, velándolo. 

Después, como éste empezó a mejorar y él se 
sentía transido, se fué a dormir, encomendando 
a su esposa el cuidado del enfermo querido. 

— Mirá, china, — le dijo, — nosotros no tenemos 
hijos; y si hemos de dejar la fortuna al fisco y 
a mis sobrinos, que son unos perdularios más inú- 


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Paisanas 


65 


tiles que buey corneta, más inservibles qü’el 
saúco, vale más que la dejemos a ese müchaého . . . 
¿Qué te parece, vieja? 

— ^Lo que vos hagás está bien hécho, -^respon- 
dió ella, — una morocha de treinta años, robusta, 
garrida, incitante..» 

El la besó en la frente, con reconoóitniéhto, 
.V le dijo conmovido: • > ¡u,i ¡ ^ 

— Me alegro qüe pensés asina, pór que. . . no 
quería decírtelo... como ninguno tenemos la 
vida comprada, hice testamento... Lé dejo a 
^1 una tercera parte de mis bienes... ¿te parece 
mal ? 

— Me parece muy bien... 


Completamente transido, rellenados con caña 
»os huecos abiertos por las vigilias, blandos los 
músculos y duros los ojos, don Valentín se fue 
a acostar esa noche. Se estiró en la cama* se des- 
parramó, sé encontró a gusto y no tardó en dor- 
mirse con el profundo y sosegado sueño de una 
tararira en tarde caliginosa. 

Candelario dormía también. Dormía en esa 
adorable placidez de las convalecencias. 

Junto a la cabecera de la cabía, en una silla 
Je baqueta, habíase quedado dorniidá la patrona. 

Despertó Candelario. Sus ojos de resucitado, 
Je escapado a la muerte, ávidos de luz, decididos 

5 


66 


Javier de Viana 


se 


a encontrarlo todo bueno y bello en la vida 
fijaron cariñosamente en la criolla dormida. 

Estaba hermosa con la palidez trigueña de su 
frente abovedada y de sus mejillas tersas y de 
su nariz roma y de sus labios carnosos, hechos 
para reventar en sangre a la presión del beso. 

Durante largo rato, él estuvo observándola 
complacido. Luego le tomó una mano que em- 
pezó a acariciar suavemente. Ella despertó en- 
tonces y lo miró con ternura, diciendo, sin reti- 
rar la mano: 

— Estése quieto... Duerma. 

— ¡ Cuando está el sol adelante, no so puede 
dormir! — respondió él con zalamería. 

Y en seguida, incorporándose, le pasó el brazo 
por la nuca y atrajo hacia sí la cabeza de la mo- 
rocha, intentando besarla en los labios. Ella 
resistió levemente: 

— ¡No, no!... dejemé, sosieguesó . . . 

— ¿Por qué? — insistió el mozo. — ¿Qué hace un 
beso?... ¡Es un relámpago, no más!... 

-rr-Sí, — balbuceó ella; — un relámpago, pero los 
relámpagos son pichones de rayo!... 

Sonó un beso . . . 

En tanto, en la habitación vecina, don Valen- 
tín roncaba en apacible sueño, feliz con la idea 
de que, a su muerte, su cuantioso patrimonio 
se repartiera entre la única mujer que había ama- 
do y el único amigo que quería. 

En la vida, ante todo, hay que ser justo. 


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COMO SE HACE UN CAUDILLO 


Rajaba el sol. 

Una pereza enorme invadía la comarca. Las 
florecitas, que al beso del rocío habían levantado 
alegremente las cabecitas multicolores, reposa- 
ban sobre el suelo, marchitas y tristes, sin brillo 
en las corolas, sin fuerza en los tallos. 

Los pastos, amarillos, secos, daban la impre- 
sión de una faüces atormentadas por la sed. 

Las haciendas, aplastadas por la canícula, 
permanecían quietas, incapaces de ningún es- 
fuerzo, ni aun para pacer. 

En el cielo, caldeado como un horno, no volaba 
un sólo pájaro. 

En los lagunejos de las cañadas, las tarariras 
dormían flotando a flor de agua, sin hacer caso 
de las mojarritas, que semejando esquilas de pla- 
ta» les saltaban por encima. 

El techo de paja del gran edificio de la pul- 
pería, parecía pronto a arder; parecía que esta- 
ba ardiendo ya, pues brotaba de él un tenue va 
por azul. 

A su alrededor, los coposos eucaliptus dejaban 
pender, mustias, lánguidas, las ramas flagela- 



68 


Javier de Viana 


das por el sol. Y entre las ramas, en el interior 
de los nidos enormes, se sofocaban, abierto el 
pico y esponjadas las plumas, los caranchos y 
las cotorras. 

Eran más de las cuatro de la tarde, pero la tem- 
peratura se mantenía liirviente como a medio 
día. Una pereza colosal invadía el campo, y a 
esa hora, Regino era uno de los poquísimos hom- 
bres que trabajaban. 

Con la cabeza cubierta por un gran chambergo 
sin forma, en mangas de camisa, unas bomba- 
chas de dril y los pies calzados con «tamangos». 

Regino iba siguiendo perezosamente el surco 
que, con no menor pereza, iban abriendo los dos 
bueyes barcinos, que atormentados por las mos- 
cas y los tábanos, avanzaban somnolientos, ba- 
beando, el hocico casi rozando el suelo. 

AI concluir una melga, Regino se detuvo. Los 
bueyes agacharon aún más las cabezas en una 
actitud de suprema resignación. 

El mozo clavó en la tierra la picana y, sin sol- 
tar la mancera del arado, inclinó también la ca- 
beza. Era un muchacho alto y fornido, de cara 
enjuta, aguileña nariz, y ojos pequeños, boca sen- 
sual cuyos labios carnosos no llegaban a cubrir 
los pelos largos y rígidos de su bigote de un ru- 
bio casi rojo. 

En el transcurso de varios minutos, Regino 
permaneció así. Después, levantando la picana, 
hirió con crueldad, con ferocidad, a los bueyes, 
que arrancaron al trote, doloridos, tastarillando 
sobre los terrones endurecidos, hechos piedra por 
a fragua solar. 

A los pocos pasos las bestias volvieron al rit- 


Paisanas 


69 


mo lento y perezoso de su tranco habitual. Y el 
arador los dejó andar, andando él mismo a idén- 
tico compás indolente. 

Pero cuando hubo recorrido todo el trayecto 
y cerrado la melga, volvió a detenerse y una ex- 
presión feroz se pintó en su rostro extraño, que 
tenía el hocico fino y alargado del zorro y los pó- 
mulos anchos, prominentes del tigre: una cara 
enteramente felina, pero de extraño consorcio 
de ferocidad y de astucia. 

Las ralas cerdas del bigote se erizaban y se 
doraban, perladas de sudor bajo la ardencia solar. 
Los labios se contraían en una mueca amargamente 
amenazante; los ojos tenían el amarillo pálido de 
las pupilas de los gatos que runrunean asoleán- 
dose. 

En aquel muchacho de poco más de veinte 
años, había, sin duda, mucho de malo, y por lo 
mismo, mucho de fuerte. No había nacido para 
penar sin tregua en oficio de buey. En su frente 
alta y estrecha no hacían nido las ideas, pero se 
albergaba una voluntad potente dispuesta a ven- 
cer a todo trance, de cualquier modo, por cual- 
quier medio. 

Aspiraciones indefinidas borbollaban en su ce- 
rebro, cuando fué sorprendido por su patrón, 
don Pipo, un genovés alto, gordo, ventripotcnte 
y de rabicunda faz. 

Al verlo, levantó la cabeza y lo miró sonriendo 
con una expresión de extrema humildad, trans- 
formada instantáneamente la sombría expresión 
de odio y de soberbia. 

— ¡Siempre haraganeando! — dijo con ferio man- 
so el patrón. 


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70 


Javier de Viana 


A lo cual respondió Regino con acento melosa 


y bajando la vista: s 

— No, patrón; era para darle un resuello a los 
bueyes... ¡El sol aprieta tanto, y la tierra está r 

tan dura!... o 

Su voz era cálida, ligeramente ceceosa, y aun e 

cuando no sabía leer ni escribir, tenía tal empe- 
ño en hablar bien, que caía en el ridículo del pre- d 

ciosismo. a 

— E bueno... ya sun cerca e la cincu... Lar- 
gá no más lo bueyes y andá turnar mate... u 

— Hay tiempo, — contestó el mozo, — voy a ce- d 

rrar esta melga y después desuño... II 


— Cuine te paresca, mico... 

Y don Pipo se alejó, andando lentamente, re- 
soplando, y al llegar al salón de la pulpería, le gj 

dijo a $u mujer, mientras encendía el medio tos- 
cano: v 

— Mochacho bueno iste Requino... trabaca- rr 

dor y educaditu... buen mochacho, Requino... rr 

Sandalia, una criolla obesa, desaseada, de ros- q 

tro agradable y fresco aún, no obstante sus cin- 
cuenta años, se encogió de hombros desdeñosa- e¡ 

mente. 

Siempre ella lo había tratado con desdén, casi e« 

con rabia. Y él siempre fué con ella sumiso, res- 
pectuoso, afectuoso. ; ti 

La humildad fué siempre su característica. v 

Lo era con sus superiores y con sus iguáleselos P 

peones del establecimiento; pero no con sus in- 
feriores y subordinados: los perros, los caballos, 
los bueyes... r< 

Ocurrió, sin embargo, que un día don Pipo s< 

cayó fulminado por la apoplegía; y un año des- 


Paisanas 


71 


Pués, Regino, casado con la viuda, era dueño ab- 
soluto del negocio y de un vasto dominio rural. 

Entonces empezó a levantar la cabeza, a mi- . 
r ar de frente, por primera vez, y a mirar con or- 
gullo, con la insolencia del esclavo redimido y 

enriquecido. 

Era rico; pero no le bastaba. Sentía ansias de 
dominio. El servilismo de muchos años le subía 
a la garganta, causándole náuseas. 

Se hizo político. Empezó por ir despidiendo, 
u no tras otro, a todos sus antiguos compañeros 
de miseria, a los que tenían el derecho de seguir 
llamándole: 

— «Che; Regino»... 

Ahora era y tenía que ser para todos, «Don Re- 
gino». 

Realizó reuniones, pagando de su bolsillo las 
v acas con cuero, el pan y el vino; auxilió con su- 
m as más o menos crecidas a los caudillejos de 
rr *ayor o menor importancia; presidió clubs, ad- 
quirió prestigio ... - 

En día en que doña Sandalia le reconvino por 
osos gastos, le dió un bofetón, diciéndole: 

* — ¡Qué tenes que meterte entre el novillo y 
el lazo, vieja del... 

Y en las aspiraciones de regeneración insti- 
tucional que animaba al país, sobre todo a los 
va gos analfabetos, su prestigio fue creciendo rá- 
pid amente. 

Una vez, el comisario de la sección, fue a verle. 

— Sabe, don Regino — empezó;— tengo un apu- 
r ° del momento... Necesitaría doscientos pe- 
s °s... por poco tiempo... y si usted pudiese...* 

Relampagueáronle de gozo los ojos felinos al 


72 


Javier de Viana 


gauchito. Pero bajó la cabeza y, tras pausa es- 
tudiada, respondió: 

— Yo lo serviría con mucho gusto... pero 
doscientos pesos... en esta época... Y más 
ahora, que voy a tener que ayudar a la familia 
del pobre capitán Carreras... 

El «capitán» Carreras, era un vago, preso por 
abigeato, pero persona influyente dentro los opo- 
sitores al gobierno: era hombre de reunir, entre 
vagos, cuatreros, rateros y gentes de igual calaña,, 
más de doscientas lanzas. 

— Eso se podría arreglar, — respondió el comi- 
sario. — La culpabilidad de Carreras no está bien 
probada... Es cierto que se le encontró en el 
rancho una oveja recién carneada y un cuero con 
la señal de doña Menegilda... pero... también 
puede ser maldá ¿no encuentra? 

— ¡Claro que encuentro!... ¡Robar una oveja 
el «capitán» Carreras!... 

— Es lo que yo digo... Y me dan ganas de 
ponerlo en libertá... 

Carreras fup puesto en libertad, el comisario 
tuvo los doscientos pesos y el prestigio de «don 
Regino» creció enormemente. Una palabra suya 
bastaba para salvar a un «compañero» encarce- 
lado por alguna debilidad propia de los hombres . . . 
de esa clase. 

Pero no bastaba, don Regino se hizo amigo del 
juez de paz, tipo alegre, jugador, bebedor, muje- 
riego, y empezó a fiarle, a fiarle... Y ocurrió 
que a poco, para abrir o cerrar un camino sec- 
cional, para cambiar una portera, para estable- 
cer una servidumbre, se necesitaba el consenti- 
miento de don Regino. 





Paisanas 73 

En dos años la influencia política de don Re- 
gino había crecido extraordinariamente. 

En la segunda reunión, un asado con cuero, 
le habían hecho «capitán». A los dos años era 
«comandante»; y cuando, al estallar la revolu- 
ción reivindicadora se presentó al frente de más 
de quinientos «ciudadanos», le hicieron «coronel». 

Después de la guerra volvió a su pago coronado 
de laureles. Los diputados los hace él. Las au- 
toridades locales están supeditadas por él. Y su 
fortuna crece, crece, porque es hombre práctico 
que no pierde el tiempo en idealismos tontos. 

Por eso no se ha preocupado de aprender a 
leer y escribir. 







EL BAILE DE ÑA CASIANA 


Allá por las puntas del Yaguary, cerca de la 
frontera brasileña, en el fondo de un vallecito 
rodeado de sierras poco elevadas, pero sucias y 
escabrosas, estaba el campo de Elviro Santanna 
Riveiro Silveira da Sousa. 

Doscientas cuadras de campo ruin, mal cer- 
cadas por un alambrado de tres hilos, en muchas 
partes cortado, flojo y con postes quebrados o 
caídos, en la casi totalidad de su extensión. 

Trescientas ovejas criollas, comidas por la sar- 
na; dos yuntas de bueyes; media docena de le- 
cheras escuálidas, cinco matungos lanudos, 
un enjambre de perros, contituían la hacienda 
de i a «Estancia». 

Unos ranchos chatos, negros, despeinados, huér- 
fanos de árboles, de jardín y de huerta, rodeados 
de ortigas, abrojos, cepa caballo, baldeana, ci- 
cuta, y malvaviscos, eran «las casas». 

L os vecinos decían: la «chacra» del portugués. 

Pero Elviro Santanna Riveiro Silveira de Sousa, 
Mué, efectivamente, era portugués, decía: «¡Minha 
Estancia!» 

Elviro era un viejo grandote, gordo, enorme- 
uien e haragán, superlativamente sucio. Su lar- 


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76 


Javier de Vían a 


ga melena y su copiosas barbas, sabían del peine 
lo que saben *del hacha las selvas amazónics. 

Su mujer, ña Casiana, era una china petiza, 
gorda y panzona, activa, siempre en movimiento, 
pero más rezongona que negra vieja y más za- 
fada que pilludo de arrabal. 

Trabajaba sin cesar y sin cesar echaba sapos y 
culebras, insultando al haraganote de su marido, 
quien, con tal de no hacer nada, soportaba los 
insultos con soberana indiferencia. Con eso, y 
con tener caña y tabaco, era feliz. 

El 5 de diciembre, santo de ña Casiana, había 
baile todos los años y en aquel año ella esperaba 
una fiesta suntuosa. Había muerto cuatro ga 
Hiñas, asado dos lechones, hecho cinco docenas 
de pasteles y un fuentón de arroz con leche. 

Desde temprano empezó a preparar la sala. 
Elviro, a la fuerza, la ayudaba. Con gran fatiga, 
fue colocando los escaños contra los muros, des- 
pués dijo: 

— Y’astál... Ainda un bocadinho mais y tudo 
fica arranyado!... ¡uff! ... ¡Vida arrastrada!... 
¡Mesmo para divertirse carece travahar! ... ¡ Uff ! . . 

Ña Casiana interrogó sin mirarlo: 

— ¿Ande pusiste el escaño chico?... 

— La, na esquina. 

— ¡Hombre tupido!... ¡Si no tiene geito pa 
nada!... ¡No sirve ni pa espantar moscas, y ande 
mete la pata salta el barro a la fija!... ¿Te pa- 
rece lindo asina? 

— Mulher, eu creiba... 

—¡Salí, salí! ¡No te da el naipe pa nada!... 

La china cojió el banco, lo dio vuelta, deján- 


Paisanas 


77 


dolo en el mismo sitio, y exclamó con aire de su- 
ficiencia: 

— ¡D’esta laya! 

— E o mesmo que eu fise . . . — aventuró el por- 
tugués; y ella, encolerizada: 

— ¿Lo mesmo, no?.-.. ¡Es claro!... ¿Como pa 
vos tanto da caracú que aceite’ e pelo!... 

— ¡Ta bon... ta bon!... — murmuró él resig- 
nadamente . . . 

— ¡Salí de acá!... ¡salí de acá!... ¡Más mejor 
será que no hagas nada!... 

— ¡Eso e o que eu gusto!... 

— ¡Parece mentira!... Aurita no más van a 
comenzar a cáir los invitaos y no liay ningún pre- 
parao hecho!... Se mi hace que no van a alcan- 
zar los asientos, porque carculo que va venir gen- 
te como mundo . . . 

— ¡Con certeza!... 

— Pueda que venga hasta el comesario... 

— ¡Nao tein dubida!... 

— Y las muchachas del mayordomo Peralta. 

— ¡Pois eh! . . . 

Ña Casiana había sostenido este diálogo ocu- 
pada en sus arreglos, dando la espalda a su ma- 
rido. De pronto volvióse: 

— ¿Pero qu’estás haciendo haragán! 

— Estou descansando. 

— ¡Picando tabaco sobre el escaño recién la- 
vao!... ¡Si serás cochino!... ¡Animal desasiao!.. 
¡Con vos, con el gato barcino y con la perra tuer- 
ta, nunca se puede tener limpia la casa!... 

El quiso protestar: 

— ¡Ora isto, senliora, ora isto! 


78 


Javier de Viana 


Ella amenazándole con la escoba, ordenó fu- 
riosa: 

— ¡Mándate mudar de aquí, portugués cas- 
pudo! 

— ¡Sosiega, mulher, sosiega!... 

Y se apresuró a salir, sin más protestas... 

Pasaban las horas y no llegaban más invitados 

que cuatro negras y media docena de gurises 
atraídos por la perspectiva de la comilona. 

Comenzó a declinar la tarde; llegó la noche: 
nadie. 

Ña Casiana estaba hecha un basilisco. ¡Seme- 
jante desaire a ella!... 

— ¡Elviro!... ¡Elviro!... — comenzó a gritar. 

A las cansadas apareció el portugués, boste- 
zando y restregándose los ojos. 

— ¿Qué e o que pasa, mulher?... 

— ¿Qué pasa?... ¿No ves lo que pasa?... 
¡Que no ha caído ningún invitao!... 

— ¡Mólhor!... ¡Mais leite para o ternero!... 
¡Mais caña para mí!... 

— ¿Con que mejor, no?... ¡Hacerme a mí ese 
desaire, toda esa punta de arrastraos y arrastra- 
das!.. . ¡Hacerme ese poco caso a mí!... 

Y luego, dejándose caer sobre un banco, y lle- 
vándose las manos a los ojos llenos de lágrimas, 
exclamó con infinita angustia: 

— ¡Ensuciarme el santo asina!... 


. i 


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BOCOY DE CAÑA 


Santos La Luz fuó una equivocación de la na- 
turaleza. Poseía cualidades sobresalientes, pero 
sin aplicación posible en el medio hostil donde 
nació y del cual no podía evadirse. 

Carecía de músculos para poder traducir en 
hechos lo que su inteligencia concebía. No erra- 
ba nunca un tiro de lazo, pero, sin fuerzas para 
sujetar al bruto, la res se iba siempre, con lazo 
y todo. 

Le sobraba coraje; pero su valor sólo le servía 
para hacerse golpear, — lastimar a veces, — por 
los otros, que eran más fuertes. 

Tenía un cuerpo pequeño, de gracilidad feme- 
nina. Su rostro era bello,* delicado, denunciando 
inteligencia en la frente amplia, con los ojos lla- 
meantes y en los labios de expresiva movilidad. 

Una flor, un pájaro. 

Como leía cuanto papel impreso caía 
e n sus manos, sabía mucho; y como sus ocupaciones 
eran pocas, dedicaba largas horas al cultivo de 
las facultades intelectuales, perfectamente inú- 
tiles en el agreste escenario donde le tocó actuar. 

Poeta y músico y cantor, componía tiernas en- 
dechas, las musicaba y las cantaba en la guitarra 
con arte y con pasión. 


80 


Javier de Viana 


Los gauchos, cuando no tenían nada que hacer, 
cuando los temporales Ies obligaban a permane- 
cer ociosos «verdeando» en el galpón, lo obliga- 
ban a cantar. No le obligaban: él accedía, gustoso 
de demostrar su superioridad en algo. 

Cantaba con el alma, diciendo cosas muy lin- 
das en frases muy torpes; y cuando esperaba te- 
ner subyugado por la emoción al auditorio, al- 
guno exclamaba en voz alta: 

— ¡Le digo qu’el malacara ’e Robustiano no 
le hace ni la cola al overo de Umpierrey! 

— ¿En trescientas varas? 

— Ni en veinte. 

Y otro del grupo: 

— Che, Feliciano, a ver si me devolvés el so- 
beo que te prestó Potro día!... 

Nadie le hacía más caso que el caso que allí 
se hacía a los pájaros y a las flores. Y él sufría. 

Nadie lo tomaba en serio y consideraban pa- 
garle en exceso, ofreciéndole caña a discreción, 
y Santos La Luz bebía, bebía para conseguir la 
inconsciencia, por obtener el largo sueño en el 
cual Su imaginación fabricaba castillos. 

Bebía sin medida. 

«Bocoy de caña», lo apellidó, un guaso, y ese 
nombre le quedó. 

El alcohol hacía nacer diariamente en su al- 
ma, espléndidas florescencias, que se marchita- 
ban y morían de inmediato. 

Y él mismo se consumía rápidamente, enfla- 
queciendo, empalideciendo, achicharrándose con 
los efectos del tóxico fatal. 

Cuanto más bebía, más ansias sentía de beber, 
sin saciarse nuríca. ¿Y qué iba a hacer?... 


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Paisanas 


81 


Llegó al extremo del descenso físico y moral. 
Andaba sucio, haraposo, mendigaba miserable- 
mente, soportaba impasible las sátiras y los in- 
sultos groseros. 

Estaba ya muy cerca del final inevitable, cuan- 
do el nuevo comisario del pago, enamorado de 
su excelente caligrafía, le dió el puesto de escri- 
biente, previa advertencia de que: 

- — La primera vez que te mames, te caliento el 
lomo a rebencazos, te meto en el cepo de cabeza 
Por tres días y te largo de aquí a patadas!... 

Santos no volvió a «mamarse», no volvió a 
beber, siquiera. Una rápida transformación so 
operó en él. Con la platita de su sueldo se vis- 
tió bien, se cuidó, compró apero elegante y, sin- 
tiendo vibrar una olvidada cuerda de su alma, 
comenzó a galantear a las mozas del pago, conclu- 
yendo por enamorarse de Josefina, la más linda 
y la más coqueta de las criollas comarcanas. 

Ella correspondió a sus requiebros, porque en 
^Se momento su alma de gata pérfida no tenía 
Un ratón con qué jugar. 

— Todas las flores que dé el ceibo de mi cari- 
110 serán pa vos! — expresaba Santos. 

— Y todos los besos de mis labios serán tuyos, — 
fe spondía la coqueta. 

—Yo m’esconderé en el nido de las calandrias 
P’ aprender los cantos más lindos y cantártelos 
a vos . . . 

— Y yo esconderé mi amor en la caja de tu gui- 
tarra pa que tenga sonidos más dulces... 

Idilio de un mes. 

<6 




Javier de Viana 


82 

Una tarde en que Santos llegó a los ranchos 
de la morocha para cantarle unas décimas rebo- 
sante de pasión, los padres de la morocha le co- 
municaron entre sollozos que en la noche anterior, 
ésta había volado en compañía de un bandolero 
del pago, mulato, picado de viruelas, tuerto, me- 
llado y rengo . . . 

En vez de regresar a la oficina, Santos La Luz 
enderezó a la pulpería y al siguiente amanecer, 
no fue Santos La Luz, sino «Bocoy de caña» quien 
se presentó al comisario. 

Este cumplió s'u promesa. Lo azotó brutalmen- 
te, lo puso en el cepo y lo arrojó después a pa- 
tadas... 

«Bocoy de caña», detenido un momento en 
el descenso de su vida, rodó de nuevo, cuesta 
abajo, vertiginosamente. 

Dos meses más tarde, en una noche de bochor- 
nosa borrachera, erró el paso del río y se tiró en 
upa laguna donde pareció ahogado. 

Su cadáver, sujeto por las sarandíes del fondo 
no salió nunca a flote. Las tarariras y las moja- 
rras comieron su cuerpo, como los hombres y 
las mujeres, tarariras y mojarras humanas, ha- 
bían comido su espíritu. 






EN NOMBRE DE MARTA 


Caraciolo Villareal era un verdadero misterio 
que traía intrigado al pago. 

¿A qué se debía aquella profunda taciturnidad, 
que nunca abandonaba a Caraciolo?... 

Los que lo conocieron, diez años atrás, recor- 
daban que era uno de los mozos más alegres del 
pago. Y como era muy rico, muy bueno, muy 
generoso, tenía tantos amigos como personas 
habitaban la comarca. 

Sin embargo, de pronto, se aisló, dejó de con- 
currir a los bailes, a las yerras, a las carreras, 
a las pulperías, y aún dentro de su misma casa 
mostrábase inaccesible a las visitas. 

De madrugada, daba sus órdenes al capataz, 
montaba a caballo y salía a vagar sin rumbo por 
el campo, no regresando, frecuentemente, hasta 
el obscurecer. Cenaba de prisa y se encerraba 
en su habitación. 

Tras la muerte, del padre, había quedado com- 
pletamente solo en el inmenso caserón de la es- 
tancia. 

Y cada vez su rostro era más sombrío, su voz 
más áspera, mayor su deseo de aislamiento. 

¿Qué pasaba en el alma de aquel mozo? Biquí- 


84 


Javier de Viana 


simo, dueño de inmensos dominios, Caraciolo 
era, a los treinta años, un hombre soberbio. Alto, 
fornido, con una hermosa estampa de criollo, 
de rostro varonil y bello, rodeado de prestigios 
personales por su valentía, su destreza campera 
y sh bondad, ¿qué mal le atormentaba así?... 
¿Enfermedad?... No; conservábase robusto, fuer- 
te, lleno do energías. 

¿Mal de amores?... Era la suposición general, 
pero nadie le conocía ninguna aventura amorosa. 

Y era así, sin embargo. 

Lindando con la Estancia de su padre estaba 
la Estancia del coronel Egidio Rojas, y ambas 
iamilias mantenían una amistad tradiccional. 

Caraciolo era hijo único; don Egidio sólo tenía 
una hija, Marta. La madre de Caraciolo y la ma- 
dre de Marta, murieron con intervalo de pocos 
meses, cuando él tenía quince años y ella no ha- 
bía cumplido los diez. Criados juntos, un cariño 
infantil los unía. 

Andando el tiempo, la amistad floreció en amor, 
un amor discreto que pasó inadvertido para todos, 
hasta para el coronel, al cual no podían extra- 
ñarle las asiduidades del mozo, considerado como 
de la familia. 

Además, esos amores duraron muy poco tiem- 
po. Antes de los tres meses de iniciados, don 
Egidio murió a consecuencia de una rodada. 

Marta quedó sola en la Estancia. Sola con una 
tía anciana y achacosa, con el viejo capataz, don 
Telmo, y unos cuantos peones, viejos también, 
antiguos soldados del coronel. 

Después de la muerte de éste, Caraciolo pasaba 
la mayor parte del tiempo en casa de su novia 






Paisanas 


85 


y estaba combinando el matrimonio, cuando pasó 
algo extraordinario: una tarde, al llegar a la Es- 
tancia del coronel, le dijeron que Marta estaba 
enferma y no podía recibirlo. Al día siguiente lo 
mismo; y así durante tres semanas. 

— ¿Pero qué tiene? — preguntaba el mozo an- 
gustiado. 

Y la respuesta era siempre la misma: 

— No sé. 

Súplicas, amenazas: todo en vano. Nadie sa" 
bía o nadie quería decir nada. 

Sin embargo, un día Caraciolo logró sorprender 
a Marta en el fondo del parque de eucaliptus. 

Ella intentó huir. El la detuvo. 

— ¿Por qué me huyes, Marta?... ¿No me que- 
rés ya?... ¿Qué ha pasado?... ¡Decilo!... Si 
no me querés, si querés a otro, decilo, yo me iré, 
note mortificaré, en ninguna forma... ¡Hablá!... 

Ella, extraordinariamente pálida, llevando en 
©1 rostro las huellas de un sufrimiento horrible, 
respondió sollozando: 

— No quiero a nadie... tampoco puedo querer- 
te a tí... Dejame, por favor!... 

— ¿No me querés ya? 

Marta titubeó un momento y luego exclamó: 

- — ¡No!... ¡No te quiero! 

El le soltó la mano y ella echó a correr hacia 
las casas. 

Caraciolo volvió a su Estancia medio enloque- 
cido. Desde entonces todos sus esfuerzos para 
obtener una entrevista con Marta fueron infruc- 
tuosos. Ella vivía como enclaustrada en el viejo 
caserón paterno y él comenzó a consumirse de pena. 

Y se fueron pasando, horriblemente amargos, 


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Javier de Viana 


86 

los años, hasta que una noche, mientfas cenaba 
solo y taciturno en el gran comedor vacío, entró 
Anselmo, su peón de confianza, un mulato cria- 
do en la Estancia con todo género de mimos v 
preferencias, y le alcanzó una carta, diciendo: 

— Un peón de la Estancia del finao coronel 
trujo esto... y dijo que la niña Marta había 
muerto. 

— ¡Muerta! — gritó el mozo dando un brinco... 

Febrilmente rompió el sobre y leyó: 

«Mi queridito: Esta carta te será entregada 
el mismo día que yo me haya muerto. ¡Y ojalá 
fuese ahora mismo!... Y te la escribo para de- 
cirte que siempre, siempre te he querido y 
que si te despedí fuá que no podía ser tuya; no 
podía ser tuya a causa... a causa... de que un 
infame, tu peón Anselmo me sorprendió un día 
en la huerta y... ¡Queridito, queridito mío!... 
Moriré adorándote. Adiós, mi querido, mi ido- 
latrado! .. . Tu infeliz — Marta.» 

Caraciolo concluyó de leer la carta y permane- 
ció un rato anonadado. Luego se puso de pie, 
se acercó al pardo y, sereno, tranquilo, glacial, 
preguntóle: 

— ¿Sabes lo que dice esta carta?... 

Confuso, asustado, el peón tartamudeó: 

— No sé, no señor. 

— Una recomendación de Marta para tí. 

— ¿Una recomendación? — articuló e! mulato tem- 
blando de miedo ante la terrible expresión del ros- 
tro de Caraciolo. 


Paisanas 


87 


* 

— Sí. — exclamó éste. 

Y desnudando el cuchillo se lo hundió en el 
corazón, diciendo con acento de inaudita per* 

versidad: 

— ¡En nombre de Marta!... 








FLOR DEL ESTERO 


A la orilla ele un arroyuelo menguado, de aguas 
turbias y perezosas, una cerca de otra, Albina y 
Fabia lavaban en silencio. 

El cielo estaba gris, húmeda la atmósfera, frío 
y recio el viento, uno de esos días en que parece 
que el sol ha dormid’o .mal y se levanta alunado. 

A pesar de ello, Fabia, una morocha fuerte, 
regordeta, sonrosada, conservaba su constante 
buen humor y su sana alegría. Fregaba sin ce- 
sar y sin cesar cantaba, desmostrando que ni la 
tarea ni la agriedad del tiempo conseguían con- 
trariarla. 

No así Albina, quien mustia, desganada, si- 
lenciosa, suspendía con frecuencia su trabajo 
para permanecer inmóvil, encorvado el dorso, 
caídos los brazos, cerrados los ojos. 

— ¡Pero mujer, — exclamó Fabia, — anímate un 
poco, que da lástima verte con ese aire de corde- 
ro achuchao! ... 

Albina volvió la cabeza y dij/): 

— Y a mí me hace sufrir verte siempre alegre, 
siempre contenta, siempre cantando, indiferente 
y despreocupada como los pájaros! 

— ¿Querós que me ponga a llorar porque no 
tengo ninguna pena? .. . 


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Javier de Viana 


— ¡Nunca faltan dolores que hagan sufrir!... 

— Ya sé. Yo sufro cuando me pincho con Fáu- 
ja o me clavo una espina en un pie o tengo retor- 
cijones de tripas; pero eso no es como p’ andar 
tuito el tiempo llorando y con cara de viernes 
santo. 

— ¡Es que a mí a cada momento me pinchan 
las áujas y se me clavan espinas!... 

— ¡Porque siempre andás con el corazón des- 
calzo! — respondió riendo Fabia. 

La risa de la chica resonó sonora en la soledad 
del arroyuelo y sorprendió a Patrocinio que pes- 
caba plácidamente quince varas más abajo, se- 
parado y oculto de las mozas por un mechón de 
las largas y ásperas barbas del estero. 

No pudo contenerse; arrolló la línea, recogió 
la pesca y se encaminó al lavadero, donde se pre- 
sentó de improviso, saludando con un; 

— Güeñas tardes, linduras... 

— Muy güeñas las tenga el zalamero, — con- 
testó Fabia. — ¿Sacó muchos pescaos?... 

— ¡Un cardumten! . . . 

— ¡Dejuro!... Ande usté echa el anzuelo no 
hay mojarrita que no se prienda!... 

— No, vea: yo no me explicaba que picase tan- 
to, pero cuando su risada me anunció que uste- 
des estaban acá, comprendí en seguida... 

— ¿Cuála la causa?... 

— Qu’el cardumen las vido y los pescaos se 
atropellaban pá que yo los sacase ajuera, por 
que sabiendo que se los había ’e llevar a ustedes, 
estaban ansiosos por morir mirando a las reinas 
del arroyo! . . . 

Y esto diciondo, ofertó a cada una de las mo- 


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Paisanas 


91 


zas un espléndido collar de alabastrinas moja- 
rras, ensartadas en fresca y verde rama de junco. 

— ¡Qué lindas... ¡Parecen de plata! — agradeció 
F abia. 

En cambio Albina las desdeñó diciendo: 

— Gracias; no apetezco bichos del agua. 

Conmovido y apenado, el mozo desató el junco 
y vació sobre su sombrero las mojarras, que 
vivas aún, comenzaron a saltar dentro del cham- 
bergo. Después, con brusco ademán, las arrojó 
^1 arroyo, exclamando: 

— ¡Que vuelvan al agua, entonces, y que me per- 
donen haberlas hecho sufrir por osequiar a una 
ingrata! . . . 

Acto continuo, Patrocinio púsose el sombrero 
y partió sin agregar palabra. 

— ¿Por qué hacés eso? — interrogó Fabia abra- 
zando cariñosamente a su prima. 

- — ¡Porque no lo quiero! — respondió Albina con 
imperio. 

— ¿Entonces, no sabés querer a naides?... 
Este es el quinto novio que te conozco y a éste, 
oomo a los otros, te le has volcao sin motivo... 
No te compriendo. Sos joven, bien parecida, 
t-us padres tienen un pasar, los mozos te codi- 
cian y ninguno te contenta y estás siempre tris- 
co . . . ¡No te compriendo! 

— No podés comprenderme, — contestó Albina, 
volviendo su rostro afilado y pálido, de una be- 
lleza extremad aumente melancólica; — no podes com- 
prenderme porque vos sos nacida y criada en 
otros pagos, donde la tierra es alta, donde los 
arroyos son hondos y tienen aguas blancas y ár- 
boles lindos que las cuidan, donde el aire es puro 


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Javier de Vjana 


y el sol alegre... Y yo he nacido y crecido en- 
tre estos bañaos maldecidos, puro barro, agua su- 
cia, juncos y paja brava!... Deseo amar y nadie 
consigue encender en mi corazón el fuego de un 
cariño!... Llevo dentro mi alma, la humedá, 
el silencio y la tristeza del bañao!... ¡Yo soy 
la flor del estero! . . . 


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COLLERA ROTA 


kn dos horas de recorrida por el campo, Cor- 
v alán no había hecho otra cosa que dejar tran- 
Cl ^ rrir el tiempo vagando sin objeto, como un so- 
námbulo. 

Al pasar por la linde del bañado, su rosillo dió 
1,na espantada violenta. Corvalán advirtió que la 
* a usa era una oveja muerta, Semioculta entre las 
X^aj as, sin recordar, sin embargo, su deber de apearse 
.V sacarle el cuero. 

~~~Si vas mañana pu’el pastizal grande, fíjate 
Sl ha parido la bragada mocha, y Ja tráis pa des- 
costrarla, porque la patrona se queja de que 
as tamberas tienen los terneros muy grandes y 
CUasi no dan leche, — habíale dicho el patrón la 
v íspera. 

\ ól pasó junto a la bragada mocha, sin ad- 
Vfe rtir si estaba o no parida, sin recordar la re- 
comendación del patrón. 


Sus 


ojos no veín nada en medio de la radiosa 


hiz del mediodía estival. Todo su esfuerzo concre- 
tábase a escudriñar las densas tinieblas que lle- 
nab an su alma. 

Un portillo, abierto en el alambrado medianero, 
110 le llamó la atención; ni tampoco la manada de 



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94 


Javier de Viana 


yeguas ajenas que habían penetrado por allí y 
devoraban las pasturas reservadas para el pró- 
ximo inverné de novillos. 

AI regreso, a poca distancia de las casas, un 
tero se agitó colérico entre las manos de su ca- 
ballo. Se detuvo, miró al suelo y desmontó para 
recoger en el pañuelo la nidada que el lindo pá- 
jaro defendía valientemente. 

Fue un acto inconsciente. El sabía que para 
su mujer ninguna golosina era más apacible que 
los huevos de tero; y bien que en ese instante es- 
tuviera muy lejos de su espíritu el deseo de ser- 
le agradable, se impuso la molestia, por fuerza 
del hábito, sin darse cuenta de lo que hacía. 

De nuevo a caballo, embarazado con el paque- 
te y recordando recientes agravios, tuvo tenta- 
ciones de arrojarlo al suelo. 

— Ni giievos de chimango merece! — exclamó con 
violencia. 

Se detuvo, sin embargo. 

Al acercarse a las casas, por detrás del ran- 
chejo que servía de cocina, llegó a sus oídos la 
risa perlada de Ursulina, aquella risa tan fresca, 
tan alegre que antes le llenaba de luz el alma 
y que ahora le producía el más amargo de los do- 
lores. Cada vez que la oía reir o cantar, experi- 
mentaba violenta tentación de apuñalearla, anto- 
jándosele la más cruel, la más cínica do las 
mofas. 

Su mal humor disminuyó un tanto al encon- 
trar en la cocina a su viejo amigo Goyo Pérez, 
a quien se había acostumbrado a considerar como 
un hermano, mayor cuyos consejos siempre le 
fueron útiles. 




Paisanas 


95 


Después de saludarse afectuosamente, dijo el vi- 
sit ante: 

— El patrón me encargó te preguntara si ha- 
bías visto la bragada mocha. 

— La c ampió y no la pude encontrar, — respon- 
dió Corvalán, a quien la mentira le hizo enroje- 
cer el rostro. 

Ursulina, que desde la llegada de su marido 
había transformado su rostro, trocando en dura 
y rencorosa expresión la alegre y risueña de un 
segundo antes, opinó con agriedad: 

— ¡L’has de haber eampiao en el rancho de al- 
guna china!... 

Sin responder a la agresión, el mozo tomó la 
pava y comprobando que el agua estaba fría, 
quiso colocarla al fuego. 

— ¡Salí, salí! — gritó Ursulina; — ¡no me vengas 
a distráir las brasas del asao! 

Corvalán estuvo a punto de estallar, pero lo- 
gró. nuevamente contenerse. Ursulina, dirigién- 
dose a Goyo con tono amable, dijo: 

— Vigilemé el asao, compadre, mientras vi’ a 
poner la mesa... por qu’este inútil es capaz de 
dejarlo quemar. 

Después que hubo ella salido, el visitante ex- 
presó con pena: 

' — Parece que sigue agriándose la leche. 

Y’astá como cuajada y se me hace qu’esto 
va reventar lueguito no más. A juerza de hacer- 
me mascar juego a todas horas, celarme al ñudo 

rezongarme en tuito momento, me va obligar 

que haga una barbaridá. 

— Hay que serenarse, amigo... 

¿Quién serena al arroyo cuando las lluvias 


96 


Javier de Viana 


lo enllenan y lo revuelven clende el fondo hasta 
las barrancas?... 

Pocos días después se produjo la esmerada es- 
cena definitiva. 1 ' 

Corvalán había tenido una tarea enorme. Pri- 
mero hubo de curar, a campo, y él solo, numero- 
sas ovejas «avichadas», «cueriar» una vaca muer- 
ta de carbunclo y componer un gran trecho de 
alambrado que los cuatreros habían destruido 
la noche anterior, arriando, sin duda, hacienda 
rob ada. 

Cuando llegó a sus ranchos era ya más de la 
una de la tardo. Desde el comedor, sentada en 
la mesa y con la cara entre las manos, Ursulina 
estuvo mirándolo mientras lentamente, con aire 
de fatiga, extendía en el suelo el cuero del vacu- 
no, colgaba de un garfio de la enramada la má- 
quina de alambrar y desensillaba su caballo. 

— Güenos días, — dijo al penetrar en el comedor; 
y ella, sin cambiar de postura y con su agresivi- 
dad habitual, respondió: 

— ¡Güeñas tardes! 

— ¿Ya almorzaste? — preguntó él, en tono con- 
ciliador, que mereció una respuesta más iracunda 
todavía: 

— ¡Dejuro!... ¡No m’iba dejar pasmar de ham- 
bre mientras a vos se te pasa el tiempo de ter- 
tulia con las chinas!... 

Sin levantar el cargo, el mozo tomó la fuente 
de latón donde quedaban los restos de un mal 
guisado de oveja, completamente frío, cuajada 
de grasa. 

— Calentame un poco eso, — pidió. 

— ¡Anda calentarlo vos, si querés! . . . ¡Y ade- 


Paisanas 


97 


más, ya está apagao ©I juego, y yo no soy tu pio- 
na! .. . 

Aquello colmó la medida: una formidable bo- 
fetada hizo rodar por el suelo a la insolente mu- 
jerzuela. Tan inusitada violencia le produjo es- 
tupor; pero reaccionando de inmediato, rompió 
en los más soeces improperios. 

— ¡Calíate! — ordenó el marido con tono ame- 
nazante. 

— ¡No m’he de callar!... ¡bandido, ssesino, 
cobarde! — rugió. 

— ¡Calíate! . . . 

— ¡No me callo, perro!... 

Ciego de ira, él se abalanzó y cogiéndola del 
cabello la golpió brutalmente... 

— ¡Aura mesmo me voy pa casa ’e mama!... 

— ¡Andate... y no vuelvas más! 

Ursulina tomó el caballo del piquete, ensilló 
y se marchó no más. 

El la dejó hacer. Toda la tarde permaneció 
sentado junto a la mesa, en un estado de abso- 
luta inconsciencia. Al llegar la noche, sintiendo 
hambre, se levantó, fue a la cocina, hizo fuego 
y ensartó medio costillar de oveja. Mientras se 
asaba le pegó golosamente al «amargo», que nun- 
ca le supo tan bien. Después cenó con un ape- 
tito al que desde hacía meses estaba desacostum- 
brado. 

Se acostó y durmió un largo y plácido sueño. 
La cama, ahora toda suya, en la cual podía dar 
vueltas, estirarse, desparramarse a su antojo, 
lo proporcionó satisfacciones hasta entonces des- 
conocidas. 


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98 


Javier de Vi ana 




Se levantó tarde. Churrasqueó con apetito de 
convaleciente y al bienestar físico notó que so 
unía un mayor bienestar del espíritu. Las ideas 
se movían ahora con libertad dentro del cerebro 
que hasta la víspera estuvo como atrabancado 
con la cachivachería de las preocupaciones. 

Ensilló y salió al campo que encontró, como 
nunca, alegre. Regresó silbando unas vidalitas. 
Cenó con redoblado apetito. Mateó enormemen- 
te y luego de meterse en la cama, armó y fumó 
un cigarrillo. 

Embargado por suavísima sensación de reposo, 
exclamó en voz alta: 

— ¡Es al ñudo: animal acollarao no puede en- 
gordar nunca! . . . 










EL PAÑUELO DE SEDA 


El plácido atardecer de un día de otono, hecho 
luz blanca y cielo azul, armonizaba perfectamente 
con la franca alegría que a todos animaba en me- 
dio de los preparativos para la gran fiesta. 

Año a año, el patrón, que era muy bondadoso 
bajo su aspecto huraño, tomaba el día de su santo 
como pretexto para ofrecerles a su familia, a sus 
peones y a sus puesteros, una fiesta esplendida. 

El mismo elegía, con anticipación, las tres o 
cuatro vaquillonas más gordas que se encontra- 
ran en sus rodeos y que debían ser « volteadas » 
el día de su santo, para que el gauchaje se harta- 
ra con el asado con cuero y el pobrerío llenase la 
panza durante una semana con las «pulpas» y 
las «achuras», pues quitados los sobrecostillares, 
las picanas y las degolladuras, todo el resto de 
las reses era caritativamente distribuido entre los 
pobres del contorno y los perros de la estancia... 
.y no pocos perros forasteros que, olfateando el 
banquete, trotaban muchas cuadras para ir a 
sacar la tripa de mal año, aun a riesgo de las den- 
telladas de sus congéneres, dueños de casa, y 
menos filántropos que el amo. 

Un par de días antes de la fiesta, empezaban 


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Javier de Viana 


a caer a la estancia los indispensables ayudantes. 
El viejo pardo Anselmo, maestro indiscutido en 
el arte de asar con cuero, llegaba con anticipa- 
ción, pues debía escoger >a leña, elegir el paraje, 
al abrigo del viento y del sol, preparar los asado- 
res, los «espiques» los hisopos, la salmuera con 
sabio dosaje de ajo y ají, y otros minuciosos de- 
talles de un arte que ya muy pocos criollos do- 
minan. 

Después, ña Frucia, especialista en pasteas, 
cuyo secreto para confeccionar exquisitos ho- 
jaldres daba margen a ciertas afirmaciones del 
paisanaje, sin que ellas les impidieran devorar- 
las golosamente. 

Luego, tía Chuma, cuyas manos color de ho- 
llín sabían dar al pan una blancura de cuajada 
y esponjarlo como plumaje de chajá. 

Y además, las «patronas», que iban a ayudar 
a la patrona en los trajines de la fiesta, y las «mu- 
chachas» que iban a aportar su auxilio a las mu- 
chachas de la casa en la preparación de los vesti- 
dos; y otros muchos hombres y otras muchas mu- 
jeres que invocaban diversos pretextos para tra- 
gar de arriba durante una semana entera, en sa- 
tisfacción de las hambres atrasadas. 

Siempre espléndida la fiesta del patrón, aquel 
año debía serlo en grado superlativo, en virtud 
de ser el quincuagésimo aniversario de su na- 
cimiento. 

— «Al llegar a la media arroba ’e la vida, hay 
que marcar tarja», — había dicho. 

Por eso, la víspera del festival todo el mozaje 
hallábase contento y atareadísimo en preparar 
las prendas domingueras. Todo el mozaje, menos 


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Paisanas 


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♦Palo ’e saúco», un hombrecillo que si bien pa- 
saba de los veinticinco, apenas aparentaba quin- 
ce, tan pequeño, endeble, insignificante era. Blan- 
do e inservible como la madera del saúco, de feal- 
dad repugnante con su enorme nariz, sus ojos 
diminutos y su mentón tan reducido que la cara 
parecía terminar en el labio inferior, era sin em- 
bargo atrozmente perverso, un alacrán humano. 

A todos causaba repugnancia, extrañándoles 
la bondad de Daniel que siempre lo trataba con 
cariño. Esa misma tarde, al verlo barbudo y 
zaparrastroso, le dijo: 

— ¿No pensás arreglarte pa la fiesta? 

— Y qué me vi’ a arreglar,— respondió él con 
su voz aflautada; — si voy como los animales, 
que no tienen más ropa que la puesta? 

— Yo te vi’a dar ropa, pero primero te vi’a 
afeit ar. Sentate ahí! . . . 

Accedió de mal grado el alacrán; pero Daniel, 
sin hacer caso, lo rasó y luego le dió una muda 
de ropa interior, unas bombachas, un saco, un 
par de alpargatas y un pañuelo de seda. Luego, 
alargándole un par de pesos, díjole: 

■ — Toma, pa que podás hacer unos tiritos a 
la taba. Maliseo que has de ser suertudo. 

— ¡Suertudo' — replicó «Palo ’e saúco», sin mos- 
trar el menor agradecimiento. Y cuando Da- 
niel se alejó, él lo quedó mirando con la más cruel 
expresión de odio. Alto, gallardo, fornido, todo un 
buen mozo, inteligente, rudo trabajador, buen 
camarada, Daniel era unánimente querido y apre- 
ciado, empezando por el patrón, quien había acep- 
tado gustoso sus amoríos con Patronila, la menor 
de sus hijas. En la extensión del pago sólo una 


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Javier de Viana 


persona lo odiaba: «Palo ’e sanco»; y acaso tam- 
bién Malvina, una chinita coqueta, que fue su 
novia y a quien por coqueta dejó. 


Nunca hubo en la región, baile tan lucido y 
ambiente de tan general alegría. AI principio, 
Petronila sintióse apenada viendo que su novio 
llevaba al cuello un pañuelo blanco, on vez del 
celeste que ella le había bordado y regalado para 
que lo estrenase en la fiesta. 

— ¿Por qué no te pusiste mi pañuelo? — pre- 
guntó con amorosa recriminación. 

Algo turbado, Daniel respondió disculpándose: 

— Hoy, cuando fui a ponérmelo, lo encontré 
todo aujereado: alguna laucha, sin duda, que so 
metió dentro el baúl. 

Ella dióse por satisfecha con la explicación, 
y su natural disgusto desapareció a poco, dulce- 
mente adormecida entre los brazos de su galán 
adorado. 

En un momento en que Daniel había abandona- 
do la sala, «Palo ’e saúco» se acercó a Petronila 
y le dijo con acento bilioso: 

— Mire que lindo pañuelo lleva Malvina. 

Y como ésta pasaba justo por delante, Petro- 
nila pudo ver el pañuelo azul, que la otra llevaba 
tendido sobre oí dorso, dejando bien visibre la 
D blanca bordada por ella... 


Petronila fue inflexible, negándose en absoluto 
a recibir a su ex npvio, quien desesperado, resol- 


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Paisanas 


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vió marcharse de la estancia y del pago. Antes 
ele partir le dijo a «Palo ’e saúco»: 

—Ahí queda el baúl con toda mi ropa: te la 
regalo. 

— Gracias. 

Pocos meses después se supo que Daniel, tras 
una disputa estúpida con un sargento de policía, 
había sido muerto de un balazo por aquél. 

— ¡Todo por un miserable pañuelo e seda, 
— exclamó lagrimeando el viejo capataz. 

— Yo se lo robó del baúl y se lo di a Malvina, - 
respondió cínicamente «Palo ’e saúco». 

Los pocos hombres que rodeaban el fogón se 
levantaron al mismo tiempo, movidos por igual 
sentimiento de indignación: 

— ¿Y por qué hiciste eso, canalla? bramó el 
viejo, levantando el puño amenazante. 

«Palo ’e saúco», sin intimidarse, respondió 
oon calma: 

— P’hacer daño... ¡Es tjan lindo hacer dañol .. . 




LA BORREGA GUACHA 


La familia continuaba aún de sobremesa cuan- 
do Julia regresó de la cocina cargada con la va- 
jilla que, como de costumbre, había levantado 
en un santiamén. 

— Apúrate en levantar la mesa pa zurcirme en 
seguida la boca ’el poncho grueso, — ordenó don 
Pablo. 

— Está bien, tata, — respondió ella con su hu- 
mildad habitual. 

— Y hacé ligero, porque dispuós tenés que dir 
al arroyo, porque ya sabes que no me gusta amon- 
tonar ropa svicia. 

— Está bien, mama. 

— Pero antes, — intervino Jaime, — tenés que plan- 
charme la bombacha blanca. 

— Ya tengo la plancha en el fuego. 

Y las órdenes dadas, ninguno se preocupó más 
de la muchacha, quien, con asombrosa celeridad 
zurció el poncho, y planchó la bombacha y, luego 
echándose al hombro un gran lío de ropa, se dis- 
puso a partir para el lavadero, mientras los otros 
ganaban sus camas respectivas para dormir tran- 
quilamente la siesta. 

Abrumada, más que por el peso de la carga 


106 


Javier de Vjana 


por el dardear feroz del sol de enero, Julia re- 
corrió las diez cuadras que mediaban entre las 
casas y el lavadero. 

No se le ocurrió una queja ni un reproche. Aque- 
lla desconsideración era tan antigua, que habíase 
acostumbrado a considerarla como algo natural, 
lógico y hasta de perfecta justicia. 

¿Qué derecho tenía para protestar?... Tanto 
como los bueyes aradores o el matungo carreto- 
nero, pues, al final de cuentas, ella era, cual aqué- 
llos, un animal doméstico, obligado a pagar con 
el trabajo el sustento y el albergue que le daban. 

Había nacido en la chacra, hija de una «peona» 
que murió al darla a luz. No hubo nadie que re- 
clamara su paternidad, ni nadie que la solicitara 
invocando 'derechos de parentesco. Doña Paula 
se dió la pena de criar la guacha. La calabaza que 
servía de biberón iba del hocico del cachorro o 
del cordero a los labios de la chica, sin cambiarle 
siquiera el trapo que hacía de tetina. Eran guachos 
todos. Y como todos los guachos, creció ruin, 
pequeña, delgaducha, fea y afeada más aún por 
esa humildad que obliga a hacerse lo más insig- 
nificante posible, a ocultar cuanto pudiese dar- 
le algún realce,- -mimetismo moral, basado en 
la conveniencias de pasar inadvertido, como com- 
pensación de la carencia de armas de defensa. 

Poseía una cara pequeña, fina, aborregada, 
y de a¿ií que todos la apodaran: la «Borrega gua- 
cha», mote ofensivo que nunca hizo meUa en su 
alma de escasa sensibilidad. 

¿Experimentó alguna vez ansias amorosas? 

Quizá; pero en todo caso fugitivas y desde 
mucho atrás anuladas, expulsadas de aquel cuer- 


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Paisanas 


1U7 


pecito, donde las fatigas cotidianas agotaron 
tempranamente los escasos encantos juveniles. 

Sin embargo, el capricho del destino le tuvo 
reservado papel de protagonista en un drama emo- 
cionante. 

Aquella tarde, al disponerse a regresar, ya en 
el gris del crepúsculo, terminada su tarea, fue 
bruscamente sorprendida por la aparición de un 
desconocido en el claro del lavadero. 

— No se asuste, moza — díjole con voz suave 
y triste, el forastero; — no vengo p’hacerle mal, 
sino más bien pa pedirle ayuda. 

Algo tranquilizada por la sincera afabilidad 
de aquella voz, Julia se atrevió a mirarlo. Era un 
mozo apuesto, de rostro casi lampiño y densamente 
pálido. Por debajo del ala del chambergo se ad- 
vertía un pañuelo blanco, manchado de rojo, 
que le vendaba la frente, y otro pañuelo de seda 
blanco, que le cruzaba el pecho en bandolera, 
ofrecía también grandes máculas de sangre. 

—Vengo mal herido— continuó diciendo;— y la 
polecía me persigue de cerca... Va no tengo juer- 
gas ni pa peliar ni pa juir... Usté ha ’e conocer 
en este monte algún lugar seguro donde refugiar- 
me durante tres o cuatro días... y si quisiese 
ser güeña . . . 

Súbitamente se le llenaron los ojos de lágrimas 
a la mansa «Borrega guacha». 

—Sigamó— respondió; y a través de estrecha 
y tortuosa vereda lo condujo hasta el sitio del 
bosque que parecía un cenador natural construi- 
do con murallas de árboles colosos y disimulado 
por lujuriante vegetación de zarzas y enredaderas: 
una verdadera cripta sobre el ras de la tierra. 


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108 


Javier de Viana 


AI pie de un guayabo centenario amarilleaba la 
paja de un ranchejo de dos metros de largo por 
uno de alto y otro de ancho. 

— Aquí vivió seis meses el matrero Lucas Peña, 
sin que pudiesen descubrirlo tres policías que 
lo perseguían a pleito y que I’olfatiaban pu’acá — 
dijo Julia, con la expresión más natural del mun- 
do... 


Quince días habían transcurrido, y durante nin- 
guno de ellos le faltó a la «Borrega guacha» al- 
gún pretexto para visitar al asilado, llevarle ali- 
mentos y curarle las heridas. 

Rápidamente se estableció entre ambos una 
franca camaradería. El le contó sin recelos to- 
da su historia. Se llamaba Faustino Sierra, era 
«guacho» como ella, había crecido sin afectos, 
sin dirección, sin amparo y después de mucho ro- 
dar, con poco amor al trabajo y menos aún a 
la subordinación, terminó por dedicarse al con- 
trabando de haciendas. Varias veces su cuadri- 
lla anduvo a los tiros con la policías, y en el úl- 
timo encuentro, mal herido y bajo una persecu- 
ción tenaz , llegó a aquel paraje, donde la bondad 
y la discreción de Julia le permitieron abrigo 
seguro y medios de restablecerse rápidamente. 

— ¡Usté ha sido mi madrecita! — exclamó emo- 
cionado. — Y si quisiese ser más güeña entua- 
vía, sería mi novia, y al calor de nuestros cari- 
ños secaríamos las ropas que durante tuita la 
vida hemos llevao sobre el alma!... 

— ¡No diga esas cosas! — exclamó la Borrega 


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Paisanas 


109 


con voz ahogada y con el rostro convertido en 
un ascua. 

Y a poco: 

— Aura que ya está juerte, vayasó y ... ol- 
vídese de mí. 

— Olvidarla, nunca. ¡Vámonos juntos, matre- 
riemos juntos, casemos nuestras tristezas, y d’ese 
casal nacerá la alegría!... 

El hablaba con voz cálida, insinuante, sincera. 
Ella temblaba y sollozaba, repitiendo invaria- 
blemente: 

— ¡No! ¡no!... ¡vayasé!... 

Faustino la vió vencida. Bruscamente la es- 
trechó entre sus brazos y le besó frenéticamente 
los labios. 

Julia desfallecía ante aquella caricia, la pri- 
mera recibida en la aridez de sus treinta años. 
El violento latir del corazón la ahogaba. Una 
cortina roja le nubló los ojos y la voz se apagó en 
su garganta . . . 

Serenado, Faustino explicó; 

— Yo he conseguido un buen caballo y un ape- 
ro... Cuando cierre la noche y los viejos se hai- 
gan acóstao, venite... Yo soy baquiano y te 
garanto que al amanecer estaremos del otro lao 
•de la frontera... ¿Vas a venir?... 

— ¡Sí! — contestó ella, sin saber lo que decía, 
y escapó hacia las casas. 

Como autómata, en completa inconsciencia de 
sus actos, hizo la cena, la sirvió, lavó el servicio, 
levantó la mesa y se retiró a su cuarto, todo con 
la misma regularidad de siempre, sin que ninguno 
hubiese advertido en ella algo anormal o insó- 
lito. 


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110 


Javier de Viana 


Encendió la vela, sentóse al borde de la cama 
y permaneció abismada, intentando vanamente 
un raciocinio que le permitiera orientarse en aquel 
tan obscuro y complicado trance de su hasta en- 
tonces simple y monótona existencia. 

Largo tiempo permaneció así. Luego se puso 
de pie y sacó del baúl sus prendas domingueras, 
que fuó extendiendo prolijamente sobre el lecho. 
Luego se quitó la bata y la pollera, y tomando el 
peine fuó a arreglarse frente al pedazo de espejo 
enclavado en el muro. 

Se observó con pena. Encontróse fea y vieja. 
Ni su rostro ni su cuerpo podían ofrecer el menor 
aliciente al más benévolo de los amantes, y ex- 
perimentando por primera vez el sentimiento de 
rebelión contra las injusticias del destino, rompió 
a llorar, y estrujando con rabia las prendas do- 
mingueras, las volvió de nuevo a la oscuridad 
del baúl. 

Luego lloró, lloró por largo tiempo, regando 
con su llanto los pétalos de su única ilusión des- 
hojada al nacer... 

Cuando logró un poco de calma, tomó un pe- 
dazo de papel y un lápiz, y escribió en toscos ca- 
racteres: 

«Vayasó. Vayasó solo, porque yo... ¡yo no !o 
quiero! . . . 

Tornó a llorar copiosamente y al final salió, 
corrió, llegóse al escondido potril. A la entrada 
encontró el caballo do Faustino, ensillado, pronto 
para la partida. Con una espina de tala clavó 
la esquela en el cojinillo y se marchó con la misma 
premura, sin que Faustino hubiese tenido tiem- 
po de advertir su presencia. 


Paisanas 


111 


i Y al día siguiente, la «Borrega guacha», con el 

> corazón sereno, con los ojos áridos, conformada, 

curada de aquella repentina cuan insensata cri- 
sis emotiva, retornaba tranquilamente a sus ru- 
tinarias tareas de animál doméstico. 














FILOSOFIAS GAUCHAS 


Ea habitación era grande: tenía como cinco 
brazas de frente y medio maneador de largo. 
Era bajita, eso sí, porque muros de tensión si 
se hacen altos, se tuercen cuando los empuja el 
pampero. Y allá, en la Cañada del Indio, del 
sur bonaerense — trecientas leguas de llanura abru- 
madora, desabrida como mate lavado, — los pam- 
peros, entropillados, corretean a diario, haciendo 
estragos. 

La habitación era grande, y parecía más gran- 
de por la casi ausencia de muebles; del mismo 
modo que parece más grande un caballo desen- 
sillado. 

V allí sólo había una mesa de pino, larga, flan- 
apiada a cada lado por un escaño. 

Sobre la mesa veíase un candelero de latón 
sosteniendo una vela de baño, amarilla y ruin 
corno rama de duraznero apestado; una botella 

caña, varios vasos, un naipe y un platillo con 
porotos. 

Sobre los escaños había, del lado de montar, 


8 


114 


Javier de Via na 


don Candalicio, el dueño de la casa: tordillo ne- 
gro, flaquerón, aire de matungo asoleado; el par- 
do Eusebio, cara entre comadreja y zorro y lo de 
víbora que tienen indispensablemente los mulatos. 

Del lado de enlazar estaban: el sordo Díaz, alias 
«Tapera», capataz de la estancia, contemporáneo 
de los oinbúes del patio; Roque Suárez, por mal 
nombre «La Madalena», muy alto, muy flaco, 
muy feo, con Ja cara muy larga, la nariz muy 
afilada, los ojos muy chicos... 

Desde las siete de la noche, hora en que termi- 
nó la cena, hasta las diez, había estado jugando 
al «solo», tomando mate y chupando caña. Y 
hubieran continuado, sin duda, si Roque Suárez 
no hubiese arrojado las cartas, a raíz del tercer 
«codillo», exclamando con su voz aflautada, do- 
lorosa y desagradable: 

— ¡Es al ñudo prenderle juego a la leña ver- 
de! . . . 

— Cuestión de echarle sebo — insinuó malicio- 
samente el mulato 

Y el patrón con bondad: 

— ¡Pobre amigo Suárez! . . . Y’está caliente! . . . 

Díaz, que era el cebador de mate, cogió la pava, 
se echó un chorro do agua sobre el dedo y con- 
testó a don Cantalicio: 

— No, señor, y’está fría... Si quiere lo doy 
un calorcito. 

— Cuándo no había ’e meter la pata el Tapera? 

— ¿Qu’está fea la yerba?... Si quiere cambeo 
la sobadura.. . 

Mientras el patrón y el pardo reían de los en- 
redos del sordo. Roque Suárez, medio lagrimeando, 
protestó: * 


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Paisanas 


115 


— ¡Caliente no!... ¡Pero, pucha, se la doy a 
cualquiera!... Tuita la noche pasando, pasando, 
sin ver un «juego»; y cuando me liga uno rigular, 
m’encuentro tuita la espada de un lao y me cor- 
an la «malilla» y el «as»... 

— Una disgracia... Y el pozo era chico. 

— Una disgracia... Juego a la giielta y me topo 
con tuito el triunfo en una mano. 

— ¡Se topó con el harcón del medio- 1 ... — res- 
pondió el mulato Díaz con su sonrisa más mala... 

— Una disgracia, — volvió a decir el patrón. 

Y el sordo sin que nadie le hiciera caso, pro- 
testó: 

— ^¡Yo no hice jugada mala!... Embarqué la 
malilla de oros porque... 

— Otra disgracia... — siguió Roque Suárez; 

repongo el ,pOzo otra güelta, me viene un «so- 
!o» q U e era una «bola». 

— Agujeriada, — interrumpió Díaz . . . 

* ... lo canto y el Tapera me va más y arrastra 
Jacobrera... Y aura la pierdo con las cuatro 
Calillas! . . . 

— En ocasiones uno está mal, — dijo afectuosa y 
consoladoramente don Cantalicio; — y Roque gri- 
tó exasperado: 

— ¡En ocasiones!... Si juese en ocasiones!... 
Pero pa mí siempre es lo mesmo! Pa mí la suerte 
'•s como los taños que -nunca cambean de caballo . .. 

— ¿Y di áy?... A la fin pa lo que ha perdido 
n ° carece quejarse tanto! — dijo agriamente el 
mulato. 

Y entonces, Roque Suárez, con su voz más 
aflautada, más silbante, más estridente, dijo le- 


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116 


Javier de Vi ana 


yantando los brazos y sacudiendo nerviosamente 
las manos grandes y flacas: 

— ¡Qué m’importa lo perdido!... No me que- 
jo por eso: la plata se ha hecho pa gastarla y pa 
perderla... Me quejo e la suerte que siempre 
me trata como a entenao!... Yo siempre juí 
como techo ’e cocina: dando abrigo a tuitos, con- 
tra el viento y el frío en invierno con- 
tra el sol y la sabandija en verano; y en recom- 
pensa, las lluvias y las ventoleras me castigan pu’ 
arriba y las llamas y las hu maderas del fogón, 
me tiznan y me cuecen pu* abajo!... ¡Es asina! 
pa eso es techo. Y alguno ha ’e ser techo ande 
aiga casas!... Otros son piso, y al piso lo pisan 
tuitos, lo mesmo cuando bailan alegres las pa- 
tojas afinando la guitarra de la vida, que cuando 
uno patea porque se le ha voliao el mancarrón 
de la suerte... Y uno lo escupe; y otro lo raya 
con el cuchillo p’hacer la marca del novillo que 
se le ha estraviao; y las gallinas lo escarban con 
las uñas; y los perros lo ensusean... Y dispués 
el amo Se enoja on el piso por qu’está desparejo, 
por qu’está lleno ’e pulgas de tuitas layas y por- 
que giede . . . ¡Como si eso juere culpa del piso! . . . 
Si la hubiesen dej ao sola, libre, al aire y al sol, 
la tierra, reventando semillas, se habría cubierto 
de pasto y de flores!... Es asina... Por eso me 
da rabia la vida, que a unos les da tuito y a otros 
no les da nada!... 

Tan amarga, tan dolorosa era la palabra de 
aquel desgraciado, que no había conocido una 
sola ventiira, que ninguna vez había clavado una 
suerte en su existencia, que hasta el mulato guar- 
dó silencio ... 


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LAS GENTES DEL ABRA SUCIA 


Cuando Delfina tenía quince años, era la mo- 
rocha más agraciada del pago del «Abra Sucia», 
que tenía fama de ser un pago dé chinas lindas, 
11 asta el punto de que los mozos no trepidasen eii 
galojjar treinta leguas por concurrir a un baile 
en «Abra Sucia». 

Hijas del amor, casi todas; producto de los fu- 
gitivos amores dé un male-vo escapado del bos- 
que, con riesgo de la vida; flores silvestres, hu- 
rañas, con mucho de salvaje en I,a forma, en el 
color, en el perfume... 

Sus rostros parecían hechos con cernos de ñan- 
dubay; sus cabellos tenían los reflejos negros azu- 
lados de las alas del urubú; sus ojos chispeaban 
como fogones; sus bocas atraían con la voluptuo- 
sidad de los gruesos labios encarnados, pero im- 
ponían con la doble fila de dientes menudos, pa- 
rejos, afilados, amenazantes... En la altivez del 
rostro, en la gallarda solidez del cuerpo, en la 
rudeza provocativa de la mirada, en la elegancia 
<le los gestos, había algo de la potranca arisca, 
criada a orillas del monte, siempre recelosa, siem- 
pre pronta a escapár buscando refugio en la in- 
rrincada maraña de los espinales... 


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118 


Javier de Viana 


Eran todas lindas, las chicas del pago; pero 
Delfina descollaba entre todas. Su padre, un ban- 
dolero famoso, fué muerto a tiros por la policía 
una noche en que dormía confiado en el rancho 
de su amada. Esta, que no podía negar la raza, 
peleó a la par de un hombre, y sucumbió dos días 
después de resultas de las heridas recibidas. 

Delfina fué recogida por don Saulo Manzana- 
res, antiguo contrabandista y cuatrero, a quien 
se atribuían sinnúmero de crímenes, pero que 
había conseguido liquidar amigablemente sus plei- 
tos con la justicia, había comprado un campito, 
y se había sosegado, llegando a ser el más rico y 
considerado estanciero del pago. Las malas len- 
guas murmuraban que muy rara vez carneaba 
una vaca de su marca ni una oveja de su señal... 
pero deberían de ser calumnias... Desde hacía 
muchos años, la policía toda, empezando por el 
comisario, se sentía muy orgullosa de ser reci- 
bida y agasajada por don Saulo Manzanares... 

Delfina contaba cinco años cuando fuá reco- 
gida por el potentado del lugar, quien tenía un 
hijo único, Santos, muchachón que a los quince 
años, era ya la propia piel de Judas. 

Hijo de. tigre overo ha de ser. Y aún qiíe el 
padre le hubiese llamado a sosiego para disfru- 
tar tranquilamente del producto de una vida des- 
honesta, no por ello habría de haber trasmiti- 
do a la prole otra herencia que la de su verdadero 
acervo moral* 

En el pago de la «Abra Sucia» sólo había ban- 
didos. La honestidad era ave que nunca hizo nido 
en las almas de allí, fuesen masculinas y femeni- 
nas. 








Paisanas 


119 


> La situación geográfica que incitaba al contra- 
bando; la topografía del paraje, que se prestaba 

i admirablemente para albergar bandoleros, bur- 

> lando la persecución policial; la historia comarca 

, na, rica en aventuras, en episodios bélicos, siem- 

; pre terminados con el triunfo del malevaje, y 

agregado a esto la poderosa influencia de la san- 
gre en varias generaciones de bandidos, mante- 
1 nían, en homares y mujeres, el tipo rudo, vio- 

lento, todo pasión y todo instinto, audacia, as- 
pereza y rebeldía... 

, Saulo, bandido inteligente, echó una raya — 

trazada con onzas de oro, — separando el pasado 
del presente y del futuro. Pero lo que no supo 
1 preveer fué lo que habría de producir su extir- 

pe. De semilla de cardo., cardo habría de nacer. 

» Todos los malos instintos, todas las perversio- 

1 nos, brotaron lujuriosamente en el alma de su hijo 

Santos. Los lazazos con que a menudo intentaba 
corregirlo, sólo sirvieron para avinagrar su alma 
perversa. Y cuando Saulo apareció una mañana, 
i tendido en la entrada del Abra, muerto de un ba- 

' ¡ lazo en el corazón, todo el pago atribuyó el cri- 

men al hijo . . . 

I El hijo tenía entonces veinte años y se convir- 

tió en el más tiránico señor del pago. 

Delfina fuó una de sus víctimas. Delfina ama- 
ba a Panta, joven contrabandista, fuerte y bello 

> y guapo, y que a los veintidós años de edad con- 
taba ya en su haber glorioso, cuatro muertos. 
Pero Santos decidió que la china fuese suya, y 

> lo consiguió a rigor. 

Ella lo odiaba. El le era continuamente infiel 
y la trataba con grosería brutal. 





120 


Javier de Viana 


Pauta y Delfina se encontraron una vez en el 
monte. Ella le contó sus cuitas. El dijo: 

Si vos querós . . . Cortando el árbol se aca- 
bó la sombra... 

— Si vos te animas... 

Y una noche, una noche de invierno, obscura^ 
iría y lluviosa, Panta llegó a la estancia del. vie- 
jo Saulo, pidiendo posada. Santo*, medio borra- 
dlo, Jo hizo entrar, lo invitó a compartir su cena; 
luego a jugar al truco. 

Delfina cebaba mate. 

Santos, como de costumbre, «pasteleaba», arras- 
trando las onzas del forastero, que parecía no ad- 
vertir la trampa, y con la alegría de su fácil ga- 
nancia, le pegaba sin cesar a la botella de caña. 

Bien dicen que tuitos los días nace un zonzo 
y que la cuestión es encontrarlo... 

— Asina es — respondió el cuatrero sin incomo 
darse. 

Y empezaron otra partida. Santos daba las 
cartas y «sacó del medio» con torpeza infantil. 
Su contrincante sonrió, miró sus naipes y jugú 
callado. 

— ¡Dos ríales envido, maula! — gritó el dueño 
de casa. 

¡Allá va la falta, guapo!— respondió Panta; 
y levantándose rápidamente, de deshizo la ca- 
beza de un puñetazo. 

En ese momento entraba Delfina con el mate. 

— ¿Ya está? — -preguntó tranquilamente. 

Ya está. ¿Lo dejamos aquí no más? 

Dejuro. No nos vamos incomodar cargando 
b asu r a . . . 

—¿Tenés pronto el atao de ropa? 


# 


Patsanas 


21 


— Pronto. 

— Vamos pal monte. 

— *Vamos. 

Y al poco salían, serenos, tranquilos, sin un 
remordimiento, en busca del espinillal, refugio 
seguro de todas las fieras. 




I 




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LECCION SUPREMA 


Llevaban poco más de un año de casados. Su 
noviazgo y su* matrimonio se produjeron en for- 
ma sin precedentes en la comarca. 

Tornando como pretexto la terminación de los 
cursos, don Lucas, el opulento comerciante en cu- 
ya casa estaba instalada la escuela, resolvió dar 
una gran baile. 

Clorinda debió nece ariamente concurrir a la 
fiesta, por más que supiera que, al igual de otras 
muchas semejantes a que había asistido, no ten- 
dría ningún aliciente para ella. 

Unánime era la opinión de que no existía en el 
cant or no muchacha más gupa, más gentil, más 
buena, ni más honesta que «la maistra». 

Huérfana de padre y madre, había sido reco- 
gida por una tía solterona, cuya agiiedad de ca- 
rácter le hacía pagar bien caro el albergue y el ali- 
mento que le daba. Ella soportaba resignada 
y humilde, las reconvenciones injustas y el mal 
trato continuo; pero decidida a independizarse 
cuánto antes, seguía afanosamente sus estudios 
de maestra normal. 

Con frecuencia su tía hacíale abandonar los li- 
bros, ordenándole hacer la cocina, o fregar los pi- 


124 


Javier de Vían a 


sos, o lavar la ropa. E indignada porque Clorin- 
da — ,bien qu»? con los ojos llenos de lágrimas, — 
obedeciera siempre sin quejarse, pretendía justi- 
ficar su maldad, diciendo: 

— Tengo el deber de velar por tu porvenir, 
y só que aprender los quehaceres domésticos te 
será más útil que todas las paparruchas de los 
libros . 

A pesar de todo obtuvo su diploma de maestra. 
Podía ya libertarse de aqueMa tiranía, pero su 
verdugo cayó enfermo y ella se dedicó a cuidarlo 
con celo ejemplar, hasta que la bilis estranguló 
a la vieja harpía, cuyo último acto de maldad 
fue hacer testamento legando la totalidad de su 
escasa fortuna a su sirvienta. 

Dueña al fin de su destino, aceptó el puesto de 
maestra que se le ofrecía en un lejano distrito 
rural. 

Contaba apenas dieciséis años cuando se insta- 
ló en la pulpería de don Lucas, y ya había cumpli- 
do los veintidós al celebrarse la fiesta de que al 
principio hablamos. 

Esos seis años habían transcurrido en medio 
de una suave melancolía muy preferible, por 
cierto, a los de su angustiosa infancia. A falta 
de amor, cuyo perfume ya no esperaba respirar, 
distribu'a sus afectos entre sus alumnos — que la 
habían apellidado «Mamita Clorinda» — ,y los* me- 
nesteressos del lugar, en cuyo auxilio empleaba 
la mitad de sus emolumentos. 


La noche del baile, Clorinda estaba hermosí- 
sima con su sencillo vestido blanco, sin más adorno 


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Paisanas 


125 


c lU ~ un ramo de claveles rojos prendidos en el 
corpiño. Aislada, como si fuera la reina que pre- 
side la fiesta y hasta la cual ningún vasallo osa 
acercarse, la alegría de los demás no le causaba 
ninguna pena; pero la conmovió, sin embargo, 
la actitud apenada de Pedro Juan, uno de los más 
gallardos y simpáticos mozos del pago. 

Fué hasta él y díjole con invariable amabilidad: 

¿Cómo es eso que usted, el primer bailarín 

de la comarca, y el mozo más alegre y decidor, 
no baila y tiene esa cara de viernes santo? 

Estremecióse el niozo y respondió balbuciendo. 

— Hoy no apetezco... 

— ¿Está ausente su simpatía! 

— No, señorita. 

— ¡Ah! comprendo: una de esas frecuentos 

nubecillas que se interponen entre los novios. 

El la miró con expresión tristísima y respondió 
como gimiendo: 

— ¡Si yo no tengo novia! 

— Eso está muy mal. El primer deber de un hom- 
bre honrado es buscar una compañera, formarse 
un hogar... 

— Yo no podré hacerlo nunca. 

—¿Por qué?... Un hombre como usted, joven, 
buen mozo, trabajador, sin vicios, ¿no va a encon- 
trar una muchacha que lo quiera? 

— Es que sólo hay una a quien yo quiero... ¡\ 
•esa no me podrá corresponder jamás! 

— ¿Quién es?... Si yo la conozco quizá puedacon- 
voncerla de que usted reúne todas las condiciones 
de un buen marido. Vamos a ver, ¿quién es esa 
tontuela que desdeña el mejor partido del pago! 
¿Tiene acaso un compromiso? 


126 


Javier de Viana 


— Lo ignoro; creo que no; nunca le declaré mi 
amor... Sería ridículo... 

— ¡Bah, bah!... A mi no me gustan los misterios 
ni los romanticismos... ¿Quién es ella!?... 

En ese momento las parejas giraban suavemen- 
te al pausado compás de una habanera de notas 
tiernas y acariciadoras como un susurro amoroso... 
Pedro Juan, ahogado por el cariño que lo llenaba 
el alma exclamó: 

— ¡Es usted!... ¡Ya ve si es imposible! 

Clorinda empurpuró y empalideció sucesivamente. 

— ¡Criatura! — respondió con voz muy tierna. 


No fué imposible. Pocos meses' después la solem- 
nidad del matrimonio hermanaba sus existencias. . . 

Había transcurrido poco más de un año, y Clo- 
rinda se encontraba al final de una crisis que dio 
comienzo al Segundo mes de la vida en común. 
Pedro Juan era extremadamente bueno y sentía 
adoración por su esposa. Ella le amaba también 
pero a pesar de todos sus esíuerzos, no podía ar- 
monizar su alma cultivada, con el espíritu simple 
y basto del rústico mancebo. La diferencia de ori- 
gen y de cultura social, reforzada por sus estudios 
dios universitarios, primaba sobre el sentimiento 
amoroso. Por más empeño que pusiera, la conver- 
sación vulgar de su esposo nunca le interesaba; 
y si eUa hablaba, veíase obligada a callar repenti- 
namente, convencida de que Pedro Juan, atento, 
* embelesado, la «miraba hablar», escuchando con 
deleite la música de unas palabras y de unas ideas 
incomprensibles para él. El corazón los unía 



Paisanas 


127 


tiernamente ,pero interponíase un Andes entre sus 
dos cerebros. 

Cuando Clorinda advirtió el error fatal, irreme- 
diable, la rectitud de su alma le impuso el sacri- 
ficio... 

Era una tarde gris, tediosa y fría. Apoyada en 
un ceibo viejo y macilento, Clorinda tenía fija la 
mirada en las aguas turbias y espumosas, del arro- 
yo engrosado con las recientes lluvias; y en el pre- 
ciso instante en que iba a pedirles el término de 
una vida imposible, Pedro Juan, que la había 
Seguido y la observaba oculto entre las zarzas del 
monte, la retuvo, cogiéndola de un brazo. 

Volvióse ella azorada. 



Estaba el mozo densamente pálido y reflejá- 
base en su rostro el máximum del dolor que puede 
caber dentro de un corazón humano. 

— ¿Por qué haces ese ?. . . Desde tiempo me di 
cuenta de cuánto sufrías, por culpa mía, por no 
haber tenido coraje de sacrificar mi cariño ante el 
convencimiento d> qu’era un locura aspirar 
al tuyo!... Tú has penao; yo mucho más que vos!. . . 
De la felicidá que soñó se ha quemao hasta el úl- 
timo palito, pero no tengo un sólo cargo que ha- 
certe. Al darme cuenta de que nuestro rancho 
no tenía compostura, no pensó en matarme, por- 
que sólo los cobardes se matan, pero pensó decir- 
te lo que aura te digo: «Me iré y no volveré más. 
Requinchá el rancho de tu vida y teñó la seguri- 
dá de que de día y de noche, ande quiera qu’estó, 
siempre estaré pensando en vos y que moriré 
adorándote... ¡Sólo te pido que me perdones!.,. 


128 


Javier de Viana 


Yo creía que el amor podría enllenar giiecos. M’equi- 
voquó. . . 

Clorinda, que había escuchado en silencio la 
doliente exposición del mozo, le tendió los brazos 
al cuello, apoyó la cabeza sobre su pecho y di- 
jo le: 

— No te has equivocado. El amor lo puede 
todo... Soy yo quien debe pedir perdón... ¡Vamos 
a casa, esposo mío, amado mío! . . . 


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¡LINDO PUEBLO! 


. * v irapitáes una aldea que se parece a los vie- 
J0S: cada año que transcurre se achica algo más. 

Tiene muchas calles y pocas casas, un par de 
docenas de ranchos, a lo sumo; cuentan que an- 
* es hubo más; pero se fueron secando como las 
Paraísos de la plaza. 

^ medida que disminuye la población humana, 
Ementa la perruna. Hay en el pueblo una enor- 
midad de perros, pero como todos son perros po- 
res > le temen a la policía y no se meten con las 
P er sonas. De qué viven, nadie lo sabe, lo mismo 
nadie sabe de qué viven las tres cuartas par- 
es de Jos habitantes del pueblo. Don Macario — . 

quien interrogamos al respecto — nos ilustró, 
diciendo: 

~~-En verano, de siesta, mate amargo y máiz 
a sao. 

‘¡Pero si yo no veo aquí ninguna planta de 
maíz? 

' No; pero a media legua, tres cuartos de le- 
^ Ua de aquí, hay estancias que tienen chacras. 

‘"“‘¡Comprendo!... ¿Y en invierno?... 


9 


130 


Javier de Viana 


— En invierno, es fácil agenciarse una o dos 
ovejas por semana. 

— ¿Cómo? 

— Pues... carniando como los zorros, en las 
noches escuras. 

La siesta era, en efecto, algo así como un vicio 
en Ivirapitá. Debían dormir durante todo el día, 
pues aparte de algunos chicos haraposos y de los 
perros famélicos, rara vez se veía un transeúnte 
por las calles, cuyas pasturas proporcionaban 
abundante alimento a los matungos de la poli- 
cía y a las muías del pulpero, único comerciante 
del ptíeblo. 

Allí no había iglesia, ni farmacia, ni panadería, 
ni carnicería y mucho menos escuela; y en cuan- 
to a la policía, estaba constituida por un cabo y 
dos milicos, quienes, día y noche, lo pasaban 
en la trastienda de la pulpería, chupando gine- 
bra y jugando al truco. 

— ¡Parece mentira que ni gallinas se vean en 
este pueblo! — exclamamos. 

— Antes había muchas; pero se acabaron. 

— ¿Alguna peste? 

— No. Como aquí ningún solar tiene muros, 
las gallinas se iban a la calle y fulano se comía 
las de zutano, zutano las de mengano, y así has- 
ta que las concluyeron. 

— ¿Y la policía?. . . 

—La polecía ayudó bastante, hay que decirlo, 
comiendo de las de todos, sin hacer preferencias 
ni injusticias. El cabo Pérez, lo mesmo que los 
mélicos, son muy güenos, no incomodan a naides. 

— ¡Lindo pueblo! 

- — Lindazo. 


Paisanas 


131 


— ¿Y nunca vienen forasteros? 

— Allá por la muerte de un obispo suele cru- 
zar alguno... Aquí hasta las mángas de langos- 
ta pasan de largo, porque nos despresean y pre- 
fieren galopiar tres leguas pu’el aire pa dir a los 
naranjales de ño Facundo y a los trigales del 
rengo Alfonso. . . 

Rió el viejo evocando una escena que se le an- 
tojaba en extremo cómica: 

— Una vez vinieron unos forasteros: un fraile, 
un sacristán y tres manates. Diban p’hacer un 
casorio en una estancia del pago, y como cayeron 
1 oscurecer, hicieron noche en la pulpería. . . 
Al otro día, cuando diban a seguir viaje, el pul- 
pero tuvo que prestarle sus muías pa prenderlas al 
breque . . . 

— -¿Se habían ido los caballos? 

— Sí; se jueron junto con el poncho ’el coche- 
ro y las valijas de los manates.*. 

— ¿Y no descubrieron a los ladrones? 

— Hast’aura, no. 

— ¿Y cuando fuó eso? 

— Va como pa diez años. 

— ¿Entonces, para quó está la policía; para qué 
sirve la policía?... 

El viejo gaucho nos miró con expresión de asom- 
bro y respondió sin asomo de ironía: 

—¿Cómo pá quó sirve?. . . ¿Y las votaciones quién 
las iba hacer ?. . . 

— ¡Lindo pueblo! 

— Lindazo; aquí tuitos viven y los que tienen 
babelidá viven bien. 

— ¿Y usted do quó vivo ? 



132 


Javier de Viana 


— ¿Yo?... Yo tengo más habelidá que ningu- 
no... sacando al pulpero, se entiende. . . 

— No comprendo qué negocio puede hacer 
el pulpero con gentes que no tienen nada ni tra- 
bajan en nada. 

— Que no tenemos nada, es verdá; pero traba- 
jar, trabajamos, y le vendemos cueros, cerda, 
plumas de ñandú y de cuando en cuando una 
puntita’e ganao. 

— ¿Y de dónde sacan todo eso? 

— ¡De donde haiga, pues!... ¡Pucha que había 
sido lerdo!... 




LA HERENCIA DEL TIO FILEMON 


Desde cliiquilín, don Macario Bengochea había 
hecho maletas con sus actividades, distribuyendo 
por peso igual, de un lado el trabajo y del otro las 
diversiones. 

A un hombre que es hombre, y más aún si eso 
hombre es un gaucho, no le debe asquear ninguna 
labor, así fuese más pesada que un toro padre, y 
más peligrosa que galopar por el campo en una do 
esas noches en que el cielo se entretiene en plantar 
rayos sobre la tierra. 

Si el deber ordena pasar cuarenta y ocho horas 
sin apearse del caballo, sin comer y sin dormir, ca- 
lado por la lluvia, amoratado por el frío, se aguan- 
ta; y a cada vez que el hambre, el sueño, el cansan- 
cio, se presentan con ánimo de interrumpir la ta- 
rea, se les pega un chirlazo, como a perro importuno, 
diciéndole: 

— Ladiate che, que pa pintar una rodada, sobra 
con los tucuruces del campo y los aujeros del ca- 
mino!.. . 


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134 


Javier de Viana 


Mas, cuando los clarines tocan rancho, hay que 
llenar la panza, con lo mucho y lo mejor, empu- 
jando hasta donde quepa, como quien hace cho- 
rizos, apretando hasta que no quede gota, de suero, 
como quien amasa queso. 

Y cuando tocan a divertirse, en el armonioso 
bullicio del baile o de las carreras, o en el silencio 
de las carpetas y los velorios, sin preocuparse de 
aflojarlos la cincha a los pingos de la imaginación 
y el sentimiento ... ¡A galope tendido por el am- 
plio y liso camino real de los placeres, con abso- 
luta despreocupación de cuanto va quedando de- 
trás de las ancas del caballo!... 

El lo exponía en su parla gráfica: 

— La vida pa ser linda y ser como debe ser, ha 
de tener comparancia con las yapas de las riendas: 
entre argolla y argolla un corredor . 

Así fue en el transcurso de muchos años, man- 
teniendo siempre en equilibrio prudente las dos 
alas de la alforja. Más, al trasponer la portera de 
los cincuenta, empezó a romperse la armonía. 

Del nacimiento hasta los veinte, los años mar- 
chan al tranco; de ahí hasta los Cuarenta, trotean; 
y más p* adelante le meten galope tendido... 

Hacía ya tiempo que don Macario vivía a galope 
a toda rienda. La sección trabajo quedó reducida 
al mínimum, y a medida que iba decreciendo, iba 
inflando la otra. En su casa, las fiestas se sucedían 
sin interrupción, no faltando nunca un pretexto 
para justificar el jolgorio. Todas las fiestas del ca- 
lendario era puestas a contribución, lo mismo que 
todos los aniversarios familiares y una multitud 
de acontecimientos, como la terminación de la es- 
quila o de las hierras, la doma del potro «formado 



Paisanas 


135 


en una penca», ol triunfo del potro, cuando 
triunfaba y el desagravio al potro por haber «per- 
dido injustamente» . . . 

El caso es, que, como mínimum, una vez por 
semana, el gran horno se tragaba una carrada de 
espinillo, para dorar en sus entrañas el copioso ama- 
sijo, las tortas, los bizcochos y los lechtones; en tanto 
al frente, otra carrada de coronilla fabricaba mon- 
tañas de brasas parala larga y difícil operación 
de asar los «con cuero», y mientras en los fogones 
de la cocina bramaban las ollas con los vientres 
llenos de gallinas destinadas al indispensable gui- 
sado con arroz. 

Ccn semejante banqueteo continuo, todo e mun- 
do estaba gordo en la Estancia del Pedernal, y de 
ahí que todos, sigúiendo el ejemplo del patrón, con- 
sagraran al trabajo el menor tiempo posible. es- 
pués de un copioso almuerzo, sería una iniquidad 
privarle a un hombre de la larga siesta repara ora, 
y tras una noche de baile, juego y chupandina, ini- 
cuo sería obligar la peonada a montar a caballo 
e ir a recorrer el campo. 

Doña Tolentina, quien, contagiada con la glo- 
tonería de su esposo se había convertido un pesado 
ballenáceo, abandonaba la cama para desparra- 
marse sobre su amplia y sólida mecedora, en a cua 
permanecía tomando mate hasta que egase a 

hora de sentarse a la mesa. 

Jovita, hija única del ventripotente matrimonio, 
sin poseer el caudal adiposo de sus genitores era, 
sin embargo, tan perezosa como ellos. Para bai- 
lar y charlar con los mozos, era incansable; pero 
por natural consecuencia de ese derroche de ener- 
gías, encontrábase durante todo el resto de la se- 




136 


Javier de Viana 


mana sin ánimo para hacer nada, ni siquiera del 
aseo y compostura de su persona. 

cuando laT 5 Iavar , Se ’ ni Penarse, ni engalanarse 
lecho sólo | P ° CaS h ° raS qUe P ermanecía fuera del 

¡^cia? Veia " * VÍej ° S>> y eI P ersonal de 

H as t a los peones y los gatos estaban gordos y 
siempre ahito. Por eso los perros, despreocupan^ 
dose de sus deberes policiacos, cuando no comían 
lorrman, y a cualquier hora del día o de la noche 
podían acercarse al guarda patio, no ya un foras- 
“ Z y Sino n„a ¿anda „L.- 

misará de ihr S,nque el,0S " evasen 61 eSfuerz O 

mas alia de abrir un ojo y lanzar un gruñido. 

hos gatos, por su parte no interrumpían el Diá- 
cido ronroneo ni aún cuando los ratones pasaban 

ff r to„ n e 3rÍ r °, - brÍnCaban S ° bre iomos P Smo 

igualmente al^rS 6Staban g ° rd ° 8 ’ m ° Strában - 

los L uncía U n y er S ; ^ fara VeZ 86 uncían ’ que cUando 
comner a ^ ex,girles corta ? Kviana labor, 

a ToD , a e ^° rdUra y ga " ardía ’ COn i° s caballos dé 
baio e I SerV1C, °’ Un desha ^uados al tra- 
los mor , C3da vez que ,os ensillaban, todos, hasta 

l t rrr carreti,,a> m ° ra y *»«** o r . 

char e. léme" 86 ^ y nUnca fallaba " hi "‘ 
iniciar la ^naríha.^ U "° S C ° re ° bos in °íensivos al 



Paisanas 


137 


II 


En la amplia sala, donde cuatro lámparas, a ke- 
rosene compiten con veinte velas de sebo, no a quien 
dé más luz, pero sí a quien produce más y más apes- 
toso tufo, la alogría crepita como un paquete do 
eohetes chinescos. Ríen las primas , lloran las bor- 
donas, acompañadas por el ruido acompasado do 
los giros de los danzantes y hay murmullo que seme- 
jan al pintado aletear del picaflor, y hay risas tri- 
nadas que recuerdan la salutación de las calandrias, 
en la umbría de la selva al sol que nace. 

El baile está en su apogeo y don Macario no cabo 
en sí de satisfacción. 

— ¡Ansina me gusta ver retozar la mozada; y si 
no juese porque me pesa mucho el mondongo, ya 
me le había prendido a este chotías que m’está ha- 
ciendo cosquillas en las tabas!... 

— Ricuerdo qu’en un tiempo usté era más bai- 
larín que un trompo, — notició un viejo gaucho adu- 
lador. 

¡Como un trompo silbador que desparramaba 
las parejas abriendo cancha pa sí solo!... ¡A ver, 
mulata!... alcánzale la limeta a mi compadre Ra- 
món!... ¿Quiere pitar, compadre?... 

En el más solitario y obscuro rincón de la sala, 
Gorgonio permanecía de pie, con el hombro apo- 
yado al muro, los brazos caídos a lo largo del cuerpo, 
inclinada sobre el pecho la cabeza con visible ex- 
presión de amargura y de tristeza en el semblante. 

Entre aquella apiñada muchedumbre, sólo ha- 
bía una persona que le interesara, su prima Jovita; 


133 


Javier de Viana 


y Jovita, ora en brazos de su galán, ora en los de 
otros, pasaba y repasaba junto a él, empujándolo 
a veces en los giros de la danza, sin mirarlo, sin ad- 
vertirlo ... ¡y era su novia ! . . . 

Cinco o seis veces había ido a «sacarla» y en to- 
das recibió idéntica respuesta: 

— Pa esta estoy comprometida. 

— ¿Y pa la que viene? 

— Creo que también... dejame cumplir con los 
forasteros, que a vos te sobra tiempo!... Además 
ya sabós que no conviene que tata malisóe nuestras 
rilaciones . . . Pa mi gusto que la vieja ha olido 
algo... Hasta luego... 

Fuó entonces cuando Gorgonio optó por irse a 
refugiar en el más obscuro rincón de la sala, para 
poder, sin mostrar a los demás la miseria de su su- 
frimiento, seguir contemplando a la ingrata ado- 
rada . . . 

Extraño novio era él. Novio de entre semana, 
clandestino, considerado por Jovita como un vi- 
cio inconfesable, algo así como la camaradería de 
la niña de la casa con la sirvienta, camaradería que 
debe desaparecer en absoluto ante la presencia de 
las visitas; amistad igualitaria en la chismografía 
del fogón de la cocina, pero que no podía trasponer 
las puertas de la sala, dentro de la cual era forzoso 
poner ambiente entre las distanciadas categorías; 
la «niña» y la «piona». 

Cruelmente herido en su cariño y en su orgullo, 
luchaba el mozo entre el deseo de marcharse in- 
dicado por el amor propio ofendido, y la orden de 
permanecer allí, dada por el torcedor de los celos. 

Estaba a punto de triunfar el primer impulso 



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Paisanas 


139 


en el instante que Jovita fue a pasar junto a él, 
dirigiéndose a las habitaciones interiores. 

Tanta tristeza notó expresada en el rostro de 
Gorgonio que se sintió conmovida y se detuvo para 
decirle afectuosamente: 

— Te reservo la primera polca que venga. 

— ¿Pa qué? — replicó él con amargura; pa qué, 
si ya veo que la plantita’e mi cariño se ha secao 
on tu corazón ! . . . 

Irritóse ella: 

—Siempre has de hablar de cosas bobas, siempre 
has de andar con ese aire triste de lechuzón y siem- 
pre has de andar llorando achaques y miserias como 
una viej a pedigüeña ! . . . 

— ¡Porque te quiero ! . . . 

— También te quiero yo, y estoy contenta y me 
río y me divierto. 

— Porque no sentís el verdadero querer. 

- — Si el verdadero querer obliga a estar siempre 
con cara de sepulturero y a pegarse las vistas con 
cáscara’e cebolla pa que s’enllenen de agua cuando 
una no tiene denguna ganas de llorar, renunceo 
al querer. Yo soy así. 

— Yo desearía que jueses de otra laya. 

* — Vos me querés porque m’encontrás bonita, 
Sempática, alegre, pero pretendós que sea bonita, 
sempática y alegre, sólo pa vos; pretendes que sea 
P a vos un jilguero cantor, de linda pluma y salta- 
rín, y pa los demás una lechuza cebruna, empacada, 
unida . . . Pensar ansina y querer ordeñar una mos- 
ca son locuras tocayas... 

Gorgonio no encontró la réplica. Todo lo dicho 
por su prima parecióle falso, sofístico, malo, pero 


H O 


Javier de Viana 


en la cartuchera de su ingenio faltaba la munición 
para contestar con eficacia al ataque. 

— Hasta luego, — dijo ella; vení a sacarme en la 
primera polca. 

Y se fué. 

El esperó. 

Los guitarreros tocaron una mazurka, después 
un vals, a continuación una habanera; más adelante 
otro vals, otra mazurka y otra habanera, y, por úl- 
timo, un pericón, cuyas variadas figuras prolon- 
garon la fiesta hasta que la luz del nuevo día entró 
por puertas y ventanas, avergonzando a lámparas 
y velas... Fatigados los «musiqueros» y los bai- 
larines, terminó la jarana, sin haber dejado sitio 
para la polka que Gorgonio esperaba bailar con su 
novia. 

Durante toda la noche, nadie, y su novia menos 
que nadie, se habían preocupado lo más mínimo de 
Gorgonio. 

Y sin embargo, don Macario había tomado como 
pretexto de la «comilona», el onomástico de su so- 
brino Gorgonio!... 


Paisanas 


141 


III 


Cuándo el mozo regresó a su casa, ya el sol iba 
trepando la cuchilla del cielo. Aunque no había 
pegado los ojos en toda la noche, no hizo más que 
cambiarse las prendas domingueras por las habi- 
tuales del trabajo, y echándose al hombro la azada 
se encaminó a la huerta y se puso a continuar la 
carpida del extenso sembrado de papas. 

Sabía perfectamente que su pfldre no le repro- 
charía unas cuantas horas robadas al trabajo para 
satisfacer la necesidad juvenil de divertirse; pero 
ni su concepto del deber, ni el estado de su espí- 
ritu le permitían ir en busca de reposo. 

Siempre había tenido por su austero padre el más 
respectuoso cariño y se esforzaba siempre en todo 
en emularlo. 

Eran dos camaradas. Don Filemón, cuantas ve- 
ces tenía que referirse a su hijo lo designaba afec- 
tuosamente: 

— Mi amigo Gorgonio... 

Esa vez don Filemón prolongó más que de cos- 
tumbre la « recorrida» del campido, entreteniéndose 
en curar las ovejas « abichadas», numerosas en aque- 
lla época. Llegó a la casa pasado el medio día. Se 
sentó a la mesa y ordenó a la vieja negra que aca- 
bara de llevar la fuente del puchero: 

■ — Andá a ver si Gorgonio se va a levantar, o si 
quiere que le lleven la comida al cuarto . . . 

—El niño Gorgonio está trabajando en la chacra. 

* — ¿Ya se levantó? 

*— *No se acostó. Ansina que llegó del baile no 


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142 


Javier de Viana 


hizo más que cambiarse e’ ropas y dir a carpir las 
papas... Ni mate quiso tomar. Yo le oferté: ¿Que- 
rós que te sebe unos amargos?».. . Y él me respon- 
dió de esta laya: «Gracias, tía Juana; dimasiaos 
he tomado anoche»... Y se juó a trabajar. Ansina 
es, pué . . . 

— Gtieno ! . . . Andá llamarlo, que la comida s’en- 
fría; y no te metás en lo que no te importa ! . . . 

Asustada por aquella insólita violencia del pa- 
trón, la viejecita corrió hasta la puerta, pero antes 
de salir exclamó: 

Yo no me meto, patrón, porque yo soy una po- 
bre negra vieja más redonda que argolla e’lazo... 
Pero pa mí que al niño Gorgonio le pasa algo, y que 
usté debería meterse... 

Pocos minutos después entró Gorgonio. 

— Giienos días, tata. 

— Güenos, amigo Gorgonio. 

El «amigo Gorgonio» mostróse singularmente tris- 
te y silencioso durante el almuerzo, a cuyo término 
don Filemón hablóle en esta forma: 

Amigo Gorgonio, hace tiempo que usté anda 
con un entripao muy grande al cual es preciso apli- 
carle una güeña medecina; y usté no debió olvidar 
que los amigos son pa las ocasiones, y que mejor 
amigo que su padre, no ha’e tener en el mundo... 

Nada me pasa, tata, — tartamudeó el mozo. 

Tan grande es el pedazo’e pulpa que lo tiene 
atorao, que hasta Pobliga a mentir, a usté que siem- 
pre supo decir verdá ! 

Hay cosas, tata, que no se deben decir. 

Hay cosas, que no se deben hacer, pero hijo, 
una vez hechas carece aguantarlas como varón; 
esconder una lacra no es curarla... Pero no per- 


Paisa ñas 


143 


damos tiempo al ñudo. ¿Vos estás enamorao de 
tu prima Jovita? 

— ¡Hasta los caracuces, tata!.*. 

— ¿Y ella te cabrestea? 

— Parece que sí, pero siempre me dice que hay 
que desimular, porque los viejos no serían confor- 
mes. 

— ¿Y se hace el amor a escondidas? Lo desco- 
nozco amigo Gorgonio. Yo le enseñó que un hom- 
bre honrao debe viajar siempre por el camino real 
y a la luz del día. Sólo quien tiene delito marcha 
escondido en el poncho negro’e la noche, cortando 
campos y maniando alambraos. Y hay que tener 
vergüenza pa no hacer u'na mala acción, no pa em- 
pezarla. 

Luego, suavizando el tono, el viejo prosiguió: 

* — Yo creo que mi sobrina no es la mujer que te 
conviene; pero como sé que lo qu’el corazón elige 
la riflesión no lo cambea, hoy mesmo viá ver a mi 
hermano y le hablaré derecho, viejo, como deben 
hablar los hombres. 

Don Filemón era la antítesis, física y moral, de 
su hermano don Macario. 

Era alto y flaco, serio, parco en todo. No fumaba, 
no bebía alcoholes, no frecuentaba las pulperías, 
no tuvo jamás un «parejero» y no conoció otras 
caricias femeninas que las de su esposa, muerta 
al dar a luz su único hijo, Gorgonio. 

Su padre les dejó al morir muy reducida herencia 
quinientas hectáreas de campo y unos pocos ani- 
malitos correspondieron a cada uno de los dos her- 
manos. 

Don Macario, con más inclinaciones al placer, 
a la vida alegre, que el trabajo rudo y metódico, 


144 


Javier de Viana 


despilfarró en poco tiempo las tres cuartas partes 
de su modesto patrimonio. 

Empero, su casamiento con Tolentina, una ja- 
mona poco agraciada pero poseedora de una hi- 
juela respetable, lo convirtió, del sábado al domin- 
go en acaudalado estanciero, mientras su hermano 
mayor proseguía su vida laboriosa, cultivando por 
sí sólo su escasa heredad sin ningún progreso vi- 
sible. 

Tal era la situación respectiva de los dos her- 
manos, cuyas relaciones, dicho sea de paso, si siem- 
pre fueron cordiales, nunca fueron íntimas, en vir- 
tud de la desigualdad de fortuna — cuando don Fi- 
le món fuó a la Estancia del Pedernal en misión ca- 
samentera. 

Llegó en mal momento. Don Macario era un 
hombre generalmente alegre y bondadoso; pero 
no convenía abordarle al siguiente día de una fies- 
ta, pues el exceso de comidas y de alcoholes, ponía- 
lo de un humor de perros. En la juerga de la vís- 
pera había ingerido, entre otras frioleras, medio 
lechón que «entuavía Testaba patiando en la ba- 
rriga», y una tal cantidad de vino y caña, que ya 
había concluido un barril de agua sin lograr extin- 
guir el incendio que le devoraba las entrañas. 

A las primeras palabras de don Filemón trató 
de evadirse, proponiendo postergar la discusión del 
asunto; pero el otro, con su terquedad de hombre 
metódico, habituado a hacer las cosas en su debido 
tiempo, insistió. 

— Yo propongo. Vos decidís. Pa responder si o 
no, no carece consulta de abogao. 

— Giieno, ¡pues no! — fuó la categórica contes- 


Paisanas 


145 


tación de don Macario, expresada con una violen- 
cia poco común en él. 

Luego, intentando dulcificar la brutalidad de 
la negativa, explicó: 

—No puede ser, Filemón. Escúchame y verás 
que me asiste razón. Pa cuasi todos yo áoy un hom- 
bre rico; pero la verdá es que tengo más deudas 
que capital, y no abrigo más esperanza’e salvar- 
me como me salvó antes, haciéndole un güen ca- 
samiento a Jo vita antes de que el pago se entere 
de qu’ estoy partido pu’el eje... ¿Es razón? 

---Mirá que yo tengo algo que dejarle al mucha- 
cho... Algo que no es tan poco... 

— Pa vos, hermano... Pero no pa mí. 

—Todo lo que vos podás dejarle, — agregó— me 
lo fundo en dos comilonas!... 

- — ¿Eltima palabra? 

— Yo no tengo más que una. 

— ¿Y no te parece que sería justo consultar a 

Jovit a? 

—No me parece; ella hará lo que yo mande. 

— Respeto tu parecer,^ — respondió don Filemón 
y sin demostrarse agraviado se despidió de su her- 
mano para ir a transmitir a Gorgonio el fracaso de 
su misión, que, por otra parte, él preveía. 

El mozo escuchó con serena entereza él relato 
de la entrevista; y cuando el padre interrogóle: 

— ¿Qué piensas hacer? — él contestó: 

— Necesité hablar con ella. Si ella me quiere como 
yo la quiero, consentirá en ser mi compañera, po- 
bres o ricos, pese a quien pese. Si alega las mis- 
mas razones de tío Macario, tendré la asiguranza 

10 


146 


Javier de Viana 


de que he col ocao mal mi cariño y trataré de sal- 
var anque más no sean las ganas. 

— ¡Así hablan los hombres ! — dijo el viejo ponien- 
do su callosa mano sobre la cabeza del hijo; y en 
segida, con augusta solemnidad, sentenció: 

— Pero no olvidés que los hombres, los verda- 
deros hombre , están obligaos más que a decir 
lo que sienten, a cumplir lo que han dicho!... 


La entrevista de Gorgonio con su novia fue breve 
y decisiva. 

— ¿Sabés lo que conversaron tata y tío Macario? 

— Sí; mamá me contó todo, ordenándome que 
rompa mis relaciones con vos inmediatamente, 
porqqe nosotros, con juntar nuestras pobrezas lo 
vamos a pasar pescando sapos en el arroyo’e la vida. 

— ¿Vos decís eso? 

^Jué mamá que dijo que había dicho tata. 

— Entonces vos pensás lo mesmo . , . Sin embargo 
tata dijo que él tenía su capitalito, y que a su 
muerte . . . 

Sonriendo con cierta expresión despectiva, Jo* 
'Vita interrumpió: 

— ¡La herencia del tío Filemón ! . . . Una chacra 
unos matungos viejos, una maj adita que no ha- 
bría. de alcanzarnos para el consumo de tres me- 
ses ... y algunos pocos pesos que tenga ahorraos ! . . . 
Convéncete, Gorgonio; yo te quiero bien, pero la 
vida es la vida y los cuatro vintenes que pueda de- 


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Paisanas 


147 


jar tío Filemón, serán mucho pa ustedes, pero nada 
pa nosotros, acostumbraos a ser ricos. 

Gorgonio que se había puesto densamente pá- 
lido, inquirió con voz breve y seca: 

— De modo que . . . ¿hemos rompido? . . . 

— Tiene que ser... Seguiremos siendo amigui- 
i os; — y le tendió la mano que el mozo no se dignó a 
tomar. 

• — Güeno, adiós, — dijo; — que la suerte te dé el 
marido (}ue merecés. 

• — Quien sabe, más adelante., . — insinuó ella; y 
él respondió con tranquila firmeza: 

' — Un vale que se rompe ya no se paga jamás. 


VI 


Tres años transcurrieron y don Macario había 
ido a media rienda por el camino de la ruina. Apre- 
miado por los acreedores, conocida su verdadera 
situación, — que él había intentado ocultar mul- 
tiplicando la frecuencia y la explendidez de sus 
fiestas, — se encontraba ya al borde del abismo, 
cuando ocurrió el fallecimiento del tío Filemón. 
do vita, agriada, herida en su amor propio, por el 
sucesivo abandono de parte de sus múltiples gala- 
nes de la época en que la creían un buen partido, 
e mpezó a juzgar menos despreciable la herencia 
del tío Filemón. 

Sus padres compartían ese modo de pensar y 
Iq s tres rivalizaron en esfuerzos para exteriorizar 
a °te- Gorgonio la pena que Ies causaba el infausto 





148 


Javier de Viana 


acontecimiento y las simpatías, el sincero cariño 
que !e profesaban. 

— Mi hermano Filemón no puede haber dejao 
gran cosa . . . pero quien anda con el freno en la mano 
no desprecea el caballo que le regalan porque no 
le gusta el pelo. 

Misia Tolentina asintió. Para ella cualquiera so* 
lución era aceptable, con tal que le permitiese pro* 
seguir su vida holgazana de perro gordo, sin otro 
ideal que comer y dormir. 

Jovita, que en su alma poco sensible al amor, 
sentía, si no cariño, tampoco epulsión por su pri- 
mo, se resignó t ambión al remate modesto de su 
bril ante ensueño matrimonial. 

En suma: la herencia del tío Filemón era misé- 
rrima, pero las circunstancias imponían la obli- 
gación de aceptarla; y en esto estuvieron perfec- 
tamente concordes los tres miembros de la familia. 

No consultaron a Gorgonio, dando por sentado 
que había de aceptar jubilosamente el honor y la 
satisfacción de casarse con su adorada prima. 

Y se esperó el desarrollo de los acontecimientos, 
guardando discreta compostura. 

Poco antes de fallecer, don Filemón había dicho 
a su hijo: 

— -En la caja de latón qu’está en el fondo’el baúl, 
encontrarás tuito lo que te dejo: la propiedá del 
pedazo’e tierra que me dejó mi padre, y lo que he- 
mos ido ahorrando con mi trabajo y el tuyo, amigo 
Gorgonio. 

La familia de don Macario, que había escuchado 
esas palabras, no se movió de la casa. 

Durante el velorio no abandonaron un momento 


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149 


o 


la sala, y en la casa quedaron instalados hasta el 
segundo día de la inhumación de los restos. 

Hay que atender al pobre muchacha, canejo!... 
¡P’algo sernos los parientes!... 

Al tercer día, tras un almuerzo silencioso, casi 
lúgubre, don Macario llamó a parte a Gorgonio 
y le dijo paternalmente: 

— Mirá muchacho ... Yo compriendo qu’estes aba- 
tatao... Pero es mi deber aconsejarte, que pa eso 
soy tu tío y tengo esperencia . . . El pobre Filemon 
ya se juó; aura hay que pensar en los vivos, porque 
por perra que sea la vida estamos condenados a 
vivirla... Es tiempo que abrás la caja e’latón pa 
ver lo que te manda hacer tu finao padre, con res- 
peto a sus bienes. 

—Tiene razón, tío, — respondió Gorgonio y ex- 
trajo del baúl la caja de latón. 

Poco pesaba. La abrieron. Sólo contenía pape- 
les: los títulos de propiedad del campito; los cer 
tificados de los diversos animales adquiridos; los 
boletos de señal y de marca, y, finalmente, un so 
bre grande, dentro del cual había un documento 
prolijamente doblado y un papel garabateado por 
el viej o. 

El papel decía así: 

«Amigo Gorgonio: Con nuestro trabajo hemos 

vivido, pobremente, pero sin pasar necesidades. 
Vos nunca me pedistes y yo nunca te rendí cuentas. 
Aura te las presiento. El papel qu’está abajo’esta 
esquela es la libreta ’el Banco ande juí amontonando 
los aurritos de veinte años y que con las pariciones 
de los intereses han de andar rayando en los veinte 
mil. Cuando yo muera t’entregarán la platita con 
sólo mostrar ese certiíicao. Te dejo una fortuna. 


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Javier de Viana 


amigo Gorgonio y sólo te pido que sepás emplear- 
la bien, siendo siempre honrado y trabajador...» 

-¡Veinte mil pesos !. — exclamó entusiasmado don 
Macario. Con esa suma podemos levantar las hi- 
potecas del Pedernal, vos te pones al frente del es- 
tablecimiento, y... 

—Y una vez casado ... —dijo misia Tolentina 
¡Eso será lo primero !... ¿No te parece Jovita? 
.Me parece... es decir... según le parezca 
a Gorgonio, respondió la chica con fingida emoción 
El mozo secóse las lágrimas que habían inundado 
sus ojos, y luego, con voz firme, enérgica, respondió: 
Sí. Lo primero ha’e ser casarme, formar un 
nido, pa no estar sólo, sin un poste en que rascarse, 
sin una cría pa lamber, y pa probarle al viejo que- 
rido que no me olvido de lo que me dijo, cuando 
me dijo: «Los verdaderos hombres están obligaos, 
más que a decir lo que piensan, a cumplir lo que 
han dicho». 

Está bien eso... Y como vos había prometido 
casarte. . . 

—Con la hija del Chacarero Gervasio, dispuós 
que usté me negó la mano’e Jovita y Jovita se me 
ladió también, me caso, con Juana, la hija del cha- 
carero Gervasio, que me quiso sin saber que yo iba 
a recibir cincuenta mil pesos de herencia del finao 
mi padre... Espero, tío Macario y tía Tolentina 
que ustedes sean mis padrinos de casamiento?... 

Doña Tolentina y su hija quedaron mudas. Don 
Macario, venciendo la amargura causada por aque- 
lla decepción tan imprevista, dijo: 

— ¡Cómo no, sobrino! ¡Cómo no!... ¡Y habrá 
que hacer una comida y una fiesta machazas!... 
Yo m’encargo d’eso!.. . 


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LA ABUELA 


Después de almorzar se acostó a dormir la siesta 
inveterada; pero quizás por el cansancio de los dos 
«lavados» de la mañana, y quizás también por el 
enervante calor de la tarde, se le pasaron inadver- 
tidas las horas, y cuando se dispuso a «poner los 
güesos de punta», ya el sol «íbale bajando el re- 
cado al mancarrón del día». 

Eso le dió rabia. 

Con malos modos, juntó la leña para hacer el 
fuego, y de gusto, no más, echó sobre el trashoguero, 
una rama verde de higuera, para que humease, 
dándole motivo al rezongó. 

Entretanto, puso la pava junto a los troncos en- 
cendidos; limpió el asador con la falda de la po- 
llera; ensartó un trozo de costillar de oveja, flaco, 
negro y reseco; clavó el fierro junto al fogón, le 
acercó brasas, y luego, abandonando la cocina hu- 
mosa, fuése hacia el guardapatio, para recostarse 
en un horcón del palenque, y mirar hacia afuera, 
hacia lo lejos, en intensa y muda interrogación a 
lo infinito de las colinas y de los llanos que amari-, 
liaban por delante. 

Así permaneció mucho tiempo doña Carmelina. 

Excelente persona doña Carmelina, y con una 


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152 


Javier de Via na 


de esas historias que ofrecen la interesante com- 
plicación de lo que el vulgo- — incapaz de compre- 
der tragedias animicas— -llama vida vulgar. 

Era vieja doña Carmelina, muy vieja. Era alta, 
flaca y rígida. La edad y las penas la habían exten- 
dido, suprimiendo las curvas en que nuestra con- 
cepción estética cifra la belleza de un cuerpo feme- 
nino; ella era larga y lisa como el tronco de un 
álamo. 

¿Cuántos años tenía?... ¡Quien sabe! Muchos, 
sin duda. Y casi todos ellos, años pesados, feos, 
fríos, sucios, con mucha lluvia, con poco sol; las 
primaveras echadas a perder por las ventiscas; los 
veranos convertidos en tormento por la canícula; 
los otoños encharcados... y luego, los inviernos, 
con sus tintas grises, con su helada, con sus lluvias, 
con sus crueldades sin término. 

Tenía una cabeza pequeña, que parecía más pe- 
queña aún con el peinado apretadísimo y con la 
largura de la cara magra, oscura, surcada en todas 
direcciones por millares de arrugas. Tenía unos 
ojos de pupila negra, de cornea turbia, profundamente 
hundidos en los huecos orbitarios, donde, de largo 
tiempo atrás, habían desaparecidos, quemados en 
©1 horno de la vida, los cojinetes adiposos. Tenía 
una nariz fuerte, alta, larga, acuchillada y curva 
como un alfanje, y tenía por boca un ancho tajo, 
una larga línea negra, fina, recta, rígida, formada 
por las dos tiras de pergamino — que un tiempo 
fueron labios-— sólidamente aplicadas sobre las en- 
cías desguarnecidas. 

Todo en ella hacía pensar en un árbol seco; pero 
en un árbol como el coronilla, que tronchado, se- 



154 


Javier de Viana 


Tenía Carmelina cerca de treinta años cuando se 
decidió a aceptar la mano de Claudio Vergara, hon- 
rado chacarero, ya bastante maduro. 

Dos años apenas habían pasado y recién el nuevo 
jardín había producido su primera flor, cuando 
la terrible segadora volvió a pasar por el país y se 
llevó a Claudio, rumbo al campo grande y remoto 
de donde casi nunca se vuelve. Y él no volvió. 

Con el alma casi seca y semi muerta, la paisana 
comenzó una existencia de simples deberes, sin 
otro placer que el cuidado de su hijo, placer que 
se iba amargando a medida que el chico crecía, 
acercando la hora en que iría a buscarle la guerra 
miserable. 

Empero, por un fenómeno — un fenómeno tan 
raro como un invierno sin fríos y sin lluvias, — los 
años transcurrieron en paz. El pequeño Claudio 
creció, se hizo hombre, se casó y la madre conver- 
tida en abuela, se dió a esperar una ancianidad tran- 
quila, ya que no venturosa. 

¡Vana esperanza! La malvada tornó al pago jun- 
to con los primeros perfumes de una radiosa pri- 
mavera. 

Una tarde vinieron en busca de Claudio, le die- 
ron un caballo, una divisa y una lanza y se lo lle- 
varon. 

Desde entonces Carmelina se convirtió en una 
especie de autómata. Todo el tiempo qjue le deja- 
ban libre los quehaceres lo pasaba en el guardapa- 
tio, recostada al palenque, observando al campo 
inmenso, esperando ver dibujarse en lontananza 
la silueta del hijo ausente. 

Un día llegó un jinete; pero ese jinete no era 
Claudio, sino su amigo Pascual, compañero de pa- 


Paisanas 


156 


triada No tuvo necesidad de contar nada, de 
hablar' nada, para que la infeliz mujer compren- 
diese el horrible mensaje de que era portador 
¡Cómo el padre, cómo los hermanos como e es- 
poso el hijo había sido sacrificado a la sana infe- 
cunda de ía guerra!... Como ellos había sido de- 
vorado por la sangrienta divinidad, cuyo ™ *' 

terioso había renunciado a comprenc 
tras las desesperadas reflexiones de sus lar S as an ' 
gustias de hija, de hermana, de esposa, y de mad^. 
Renunciando a comprenderla la odio 

de la esposa honesta y buena hacia la P 

cer que le arrebataba el cariño del esposo. 

Durante el cuarto de hora que permaneció de- 
lante suyo el fatal mensajero, ella .. 
una palabra, ni hizo un sólo gesto, sec J , 

sellados los labios... í-j« k a iw«an- 

Y hacía rato que el otro había part^obalbucea^ 

do vanas condolencias cuando se ev re „ res ar 
brinco y corrió al interior del rancho para regresar 
trayendo en brazos al nietito, quien brómente 
despertado, lloraba a lágrima viva, agitando 

PÍ EUa* lo ^epar^de su cuerpo, lo miró con expresión 
indefinida y con arranque de furor insano empezó 

a —¡Todavía quedís vos!... ¡Todavía qoodás vos 
para satisfacer a la perdida!... er ° * V * 
tendrá a nadie más de mi sangre, a nac íe ma . . • • 

Y completamente enloquecida corno 1 Cl 
pozo, el pozo de balde de veinte metros de hondo, 
se apoyó en el brocal y arrojó de cabeza al pe- 
que ño . . . 


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INDICE 


pig». 


La revancha 

Sálvate Juan * 9 

La Peona 15 

21 

El más fuerte * — 

La bondad del Coronel 

o 1 

La perra rabiosa 

Y Q7 

Las tormentas 

Saca chispas * * * ” 

Jugada sin desquite 

El canto de la Calandria 51 

Xo siempre fui así * 

Candelario . . . • 8 * 

Cómo se hace un caudillo 

El baile de ña Casiana 1 ° 

Bocoy de caña " 9 

En nombre de Marta 89 

Elor del Estero 89 

Collera rota 98 

El pañuelo de seda - 99 

La borrega guacha 

Bilosofías gauchas 110 

Las gentes del abra sucia 117 

Lección suprema 12< * 

i Lindo pueblo 1. 

La herencia del tío Filemón 

La abuela 151 


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c ML^«!‘ ,_Inom ' si ' in d0 G »““' R »“ 

„ R 'i* ^ 


Constitución ue 
vigencia en 1910... . 

Constitución Y Oob^n¿ ' ' 'inte, ¡ór Adnrini^i Co^' 10 

(lo los Departamentos. Un tomo . A . r 

aurpo-Estanislao del-<« Fausto », impresiones deígau ’ ° 

Dimn ÍT StaSÍ ° eI P0ll °- PrÓl0g ° de Juan C - Gómez.. » 0 25 

José e b Z71: 8> con lm prólogo de 

» Azul... con prólogo de J. Valeia...."" ! o'-t- 

laubeiít Gustavo— M adamo Bovarv , ,." o 

OETiiK— «Werther* novela con prólogo de Samuel 
-L'üxen. Un tomo 

(A. F. Química Orgánica, traducción cas- 
«-ollana directamente dol Holandas, primera parte ,> 3 00 
Ivc,,. ^ Umilca inorgánica en castellano tomo tela * C 00 
IEROS JosE-Signific!V3Íón Histórica del Madma 
lismo, 1 folleto ; ' 

Auíjandro «Fundamentos de la Moral» » 0 J 0 
aces AuuERTo-Cinco meses de guen». Estudio 

de la Guerra europea ^ q ^ 

Opiniones licor-arias (Prosistas Uruguayos Con- 

temporáneos) »> 0 So 

/ 3 DE ^ A£lA> * -lecciones do Química Inorgánica 
mp emento del t€xto de dase), da acuerdo con el 

PUra el Curs ° P re paratorio * ,. 20 

* «La vida de las abejas» ^ q'^ 

1 iLa inteligencia do las flores» > o\q 

■Un - alCAlde cIe ^taporido, drama en ,‘í aeíns * n’ o* 

N Lafintk- (Lui^)-La acción 
partidos tradicionales en la 
titucional 

* Semblanzas del 
fernoso voló 


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Nin Gastón A. Federico Nin Reyes-y el Génesis de 
la industria frigorífica (estudio histórico) 1 volumen 

COn foto-grabados y diseños » 

Ñervo amado-« Florilegio (Recopilación), 1 folleto » 

» «Perlas Negras» (Poemas), 1 tomo • » 

» «Elevación» (Poemas), 1 tomo.... » 

» «Serenidad» (Poesías), 1 tomo » 

» «En voz baja» (Poesías), 1 tomo » 

» « Ideas y observaciones filosóficas de Tello Tellez 

tomo * 

Obligado Rafael— « Poesías » Prólogo de Joa- 

quin V. González 1 tomo... » 

» « Leyendas Argentinas » 1 tomo.... » 

Poe Edgard -Poemas y cuentos. Prólogo de Rubén 

Darío * 

Paullier W-La Defensa Nacional y los Problemas 

Militares, 1 tomo de 304 páginas * 

Roxlo Carlos -El libro de las Rimas, segunda edi- 
ción corregida y aumentada >! 

Sichele scifio Las ciencias sociales y sus aplicacio- 
nes » traducción de Alberto Lasplaces. (obra recomen- 
dada por la dirección de Instrucción Pública, para el 

estudio de sociolog'a) }> 

Sayaguesa LASSO-Vistas fiscales con las sentencias co- 
rrespondientes, 3 tomos * 

» Investigación de la Paternidad, 1 tomo. . . > 

» Cuestiones Jurídicas, 1 tomo 1 

Tagore Rabindranat-Lr Luna Nueva (poemas en 

prosa) * 

Viejo Pancho— Paja Brava— Versos criollos 1 

Zola Emílio— El Ensueño, traducción castellana 

de Carlos Malagarriga, 2 tomos. 

» «El Dinero» 1 tomo » 

Zorrilla De San Martin (Juan) — Tabaré y La Le- 
yenda Patria, novísima edición corregida por el au- 
tor 

» Encuadernación en tela 

» Detalles de Historia Rioplatense, 1 tomo 


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